“El otoño es una segunda primavera, cuando cada hoja es una flor”, dejó escrito tiempo atrás Albert Camus. Y traigo a colación al pensador francés, tras la lectura de “Los dones del otoño” (Pre-Textos. Valencia, 2015), de José Cereijo. Porque bien puede decirse que la poesía de este pontevedrés, es al par un regalo primaveral, y otoñal…, que puede leerse, además, con gusto y gozo, en cualquier otra estación.
Poeta de creación medida y coherente, inició su andadura lírica, en 1994, con la publicación de “Límites”. Este que me ocupa, es su quinto libro y su quehacer sigue apegado -por fortuna para sus lectores- a los pilares de su Poética: “Concibo mi poesía como una exploración y un descubrimiento (…) Intensidad, hondura y precisión son cualidades que me parecen deseables”.
Sobre esos mimbres -dicho queda-, se sostiene este volumen, que tiene mucho de introspección, de búsqueda de la esencia del yo poético, y que se orilla sobre un tono intimista, confesional, por donde asoma la melancolía de lo pretérito, de lo ya ido: “Paseas, esta tarde de verano,/ por la grata alameda de tu infancia (…) Te ves, y no te sientes, paseando/ por esta misma tarde en que caminas./ Ya es la tuya nostalgia de ti mismo,/ de tu propio presente. Mala cosa/ cuando tu mismo ser es una despedida/ silenciosa y secreta”.
La serena contemplación de cuanto acontece en su derredor se revela en estos textos como esencial piedra de toque para entender el personal universo que aquí ofrece José Cereijo. Su cántico descubre, en el cada día, lo extraordinario, y la hábil fusión de la emoción y el pensamiento deriva en una sugestiva dicotomía que convierten su decir en sonora realidad derramada: “Sé paciente. La vida/ no entrega su secreto/ a los que la tratan con brutalidad, a los que se jactan,/ a los que no saben escucharla,/ demasiado ocupados de sí mismos”.
Su escritura nunca deja atrás la magia que ocultan las palabras, la pulsión que esconden sus mundos interiores, de ahí que sepa exprimir con precisa dicción el espacio y el tiempo necesarios para saber que cada sílaba puede llegar a ser una palpitación, que cada verso puede convertirse en un himno: “Que la luz del crepúsculo no te diga tan sólo “así es como se muere”./ Mira su inmensidad hospitalaria,/ su calma, su dulzura,/ la tibieza del aire; cómo se purifican/ las formas, los sonidos,/ cómo todo también calla y espera./ Y un alma silenciosa, presidiéndolo todo”.
A fin de cuentas, un libro limpio y transparente, que se apoya con agudeza en la concreción de la imagen como estético mensaje, y que siembra su semillaen los surcos de su misma existencia, en su verdad mejor. Y más humana: “Y escuchar/ el silencio de Dios, que quizá nos absuelve,/ como una lluvia fresca. Y estremecerse oyéndolo./ Quizá valdría la pena/ morir, sólo por eso”.