“Domina la forma, y olvídala. Irá contigo -velada o no-, fiel, siempre”, sentenció ha tiempo un poeta andaluz. Y cuando un colega -nosiguiendo su dictado, sino porque su propia vena de autenticidad lo dispone- así lo hace, el lector avezado capta ese dominio y esa verdad con sólo leer uno cualquiera de su poemas. Esto sucede y le sucede a Víctor Jiménez, sevillano del 57 y hacedor de un verso firme, claro y sostenido.
“La mesa italiana” (Renacimiento. Sevilla, 2015), su última entrega, así lo prueba. “He aquí, por fin, sentados los actores/ contigo alrededor de la gran mesa”, dice el soneto que inicia y nomina el libro.
Uno cambia la palabra actores por lectores, y el endecasílabo continúa tan pimpante como revelador. El endecasílabo, ensamblado o no en el soneto, vertebra muchos de los poemas del libro, que fluye acorde con su música: una música que no disuena cuando es el octosílabo el que entra en juego; o el heptasílabo, con el que el poeta construye unos sonetos muy personales, muy caracterizadores de su escritura: “Callada viene y queda/ el corazón desnudo,/ como un pájaro mudo/ temblando en la arboleda”… Ese temblor del pájaro silente, lo experimenta muchas veces quien se adentra por estas páginas, propiciadoras de una pulsión estremecedora y estremecida.
Hay veces, en las que los poetas, recurren a una cita que encabece su poemario, llevados más de la belleza o la profundidad del verso ajeno, que de la conexión con los suyos y cuanto pretenden expresar. No es este el caso de la que Víctor Jiménez ha elegido para “La mesa italiana”, que firma Eloy Sánchez Rosillo, y que yo dejo aquí, como resumidora de un ánima memoriosa y punzada por el tiempo: “A mi memoria acuden la imágenes/ de ayer. El recuerdo me depara/ la extraña flor de la melancolía”
Sabas Martín reúne en “Fe debida” (Vitruvio. Madrid, 2015), más de tres décadas de quehacer poético. Esta reciente compilación, seleccionada por el propio autor, es una excelente oportunidad para acercarse a la obra del autor tinerfeño (1954).
Desde que, en 1978, viera la luz, “Títere sin cabeza”, su decir ha venido marcado por una intensa devoción a la palabra y una búsqueda incesante del poder balsámico que esta otorga. “Yo estoy con esos poetas que pretenden abrir sendas e inaugurar mundos; que exploran, transitan y acuden a nuevos horizontes por alcanzar”, afirma el vate isleño en su liminar. Y desde esa certidumbre, ha ido pergeñando un corpus del que sobresale un discurso directo y comprometido, en donde el verso se revela como la única fuente capaz de revelar lo inefable (“Cifro la victoria en la palabra”).
Once poemariosse recogen en este volumen, los cuales mantienen la común intención de estar anudados a la tierra y al temblor de la memoria, a la identidad de un paisaje primigenio e inolvidable (“Contempla el Teide/ el camino del bosque/ hacia la vida”), a la autenticidad de quien proclama que en su alma está su razón de ser: “Como las aves, la poesía./ Así la quiero, libre y a su aire”.
Una antología, en suma, límpida y serena, donde también sobresale la bella dialéctica del amor en que se sustentan muchas de sus cálidas páginas: “Tu cuerpo pleamar,/ bóveda de ensueños./ En las márgenes: el ópalo quieto de los ojos”.
Con “El oro fundido” (Pre-Textos. Valencia, 2015), retoma Francisco Gálvez el pulso poético. Tras su último poemario, “Asuntos internos”, editado en 2006, su voz vuelve a sonar desnudada y plural.
La amplitud temática, la variedad de registros formales, la diversidad con la que el sujeto lírico manifiesta sus inquietudes y anhelos, protagonizan esta entrega, donde se aúna lo reflexivo y lo íntimo, lo pretérito y lo soñado, lo cotidiano y lo irreconocible. “He procurado que cada poema, que cada unidad modular y su distribución formal en verso, prosa poética o versículo, se determinasen según los requerimientos de su propia oralidad”, confiesa el poeta cordobés en su nota previa. Esa pretendida comunicación se hace mensaje lírico y crea, a su vez, un tiempo y un espacio comunes, en donde posar la mirada y desvelar la realidad.
Aunque estructurado en distintos epígrafes, el nexo común del conjunto nace y se orilla en los márgenes de un mapa vital que cruza de parte a parte la transitada existencia; desde el sabor que respira la memoria de la infancia hasta ese nuevo amanecer en que “las torres gemelas han caído/ el mundo es otro, noche y día comienzan de nuevo”, el vate andaluz revisa y rebasa la arteria esencial de su conciencia hasta hallar cobijo en la abisal soledad creadora: “…es verdad que la poesía/ es una emoción aparte”.
Un volumen intenso y múltiple, cuya mejor virtud radica en comunicar de manera humana y solidaria con el lector: “No todo es búsqueda,/ a veces mirar contiene claridad”.
Laeditorial Valparaíso da a la luz, “Eagle Pond” (Granada, 2015), una grata y sobria antología que recoge poemas de Jane Kenyon y Donald Hall.
Este lírica pareja, que contrajo matrimonio en 1972, convivió durante veinticinco años en una casa ubicada en Wilmot, en el estado de New Hampshire, la cual bautizaron precisamente con el nombre de Eagle Pond Farm. En ésta, tanto Kenyon como Hall -que aún reside en ella-, pergeñaron lo más sobresaliente y atractivo de su poesía.
A principios de 1994, a Jane Kenyon le diagnosticaron leucemia y moriría en la primavera del año siguiente. El testimonio de estos últimos meses quedó plasmado en el poemario “Without”, que Donald Hall editase in memoriam, cuatro años después.
El poeta sanluqueño Juan José Vélez Otero -quien ya vertiese al castellano el citado “Without” para este mismo sello-, ha traducido, ahora, una jugosa muestra del quehacer de estos dos poetas norteamericanos, que formaron una brillante asociación creadora, y que “vivó y compartió amo, sexo, alegría, tristeza, drama, soledad” durante más de dos décadas.
Este florilegio, reúne en su primera parte sesenta poemas de Jane Kenyon que dan cuenta de su verso sereno y latidor, de su cántico humano y de honda sentimentalidad. La segunda, ofrece veintiséis textos de Donald Hall, en los que se revela la fuerza expresiva de su verbo, el íntimo y crudo realismo que abrocha su cromático decir.
Una amena y recomendable compilación, al cabo, avalada, al mismo tiempo, por el enriquecedor prefacio y las excelentes traducciones que regala al el lector Juan José Vélez Otero.
El pasado año, Costas Mavrudís (Tinos, Islas Cícladas, Grecia, 1948), obtuvo en su país el Premio Nacional de Literatura de Narrativa breve. Su obra poética, sin embargo, es la que mayor resonancia y difusión ha tenido, desde que en 1973 publicase su primer poemario, “El préstamo del tiempo”.
En 2010, vio la luz la versión original de “Cuatro estaciones”, que ahora se edita en castellano, gracias a la certera traducción de Vicente Fernández González y el empeño de la valenciana Pre-Textos.
El mismo Fernández González, anota en su introducción las claves de Costas Mavrudís en este volumen: “Obsesión por el tiempo, suspensión de ánimo. Melancolía contenida, compensada por el humor y la disposición lúdica (…) Los poemas de `Cuatro estaciones´ se aproximan a las huellas de las coas en el hoy, poniendo el presente, el pasado y el futuro a dialogar”.
La rutina de la diaria existencia, la contemplación de las pequeñas cosas, la trascendencia que inventaría la dicha o el desconsuelo del alma, la lumbre que repite su reflejo sobre lo ya vivido…, pueblan estas páginas que retratan acontecimientos propios y ajenos, sentimientos individuales y colectivos.
Con frecuencia, verso y prosa se conjugan en un mismo poema, y los textos, sin punto y final, dejan en suspenso la emotiva sugerencia que atesoran: “Se va de nuevo el otoño./ Medite el lector sobre la estación./ La amenaza que entraña todo fin”.
Un ameno conjunto, en suma, cuyo juego de contrarios, (enigma/trasparencia, resplandor/penumbra) acrecienta la realidad de una poesía abierta y madurada.