“Los poemas están en camino: se dirigen hacia algo”, dejó escrito tiempo atrás Paul Celan. El genial rumano, sabía bien, que en el decir de cadapoeta hay un mensaje por descubrir, un conjuro por desvelar, una apuesta por sobrevivir.
Al finalizar la lectura de “Aquel temblor de gozo y de inocencia” (Diputación de Ciudad Real, 2014), de Santiago Romero de Ávila, he recordado la sentencia celaniana, pues detrás del puñado de versos que recoge esta antología, hay un firme propósito, una inquebrantable determinación por cantar y contar hacia dónde se dirige el hombre, hacia dónde se encamina su pulsión vital.
Nacido en La Solana en 1948, Romero de Ávila lleva más de cuarenta años al pie de la poesía, y son muchos los galardones -“Alcaraván”, “Searus”, “Eladio Cabañero”…- que vienen refrendando la autenticidad de su obra. Hombre que sabe ser respetado y respetuoso, que invita al afecto y rechaza confrontaciones, que sugiere pero no impone, escribe desde la honda convicción de que la palabra poética redime y sana.
En su prefacio, Luis García Pérez afirma que “Santiago ha confeccionado un hermoso ramo de poemas de alta calidad, tanto por los temas que trata, como por la perfección formal y la esmerada composición de los mismos, porque sopesa con sumo cuidado las palabras, las mide, las acaricia y las trata con verdadero mimo”.
Consciente de los distintos problemas que asolan a la humanidad, el vate solanero expone al par de sus composiciones su compromiso contra la injusticia y en favor de los más necesitados, a la vez que no olvida conflictos tan extremos como el hambre, la guerra, la discriminación… Por ello, su cántico es solidario, pero realista, confortador, sincero, tal y como se desprende, p.ej., de su soneto “Andante”, dedicado a las mujeres subsaharianas: “Lleva en el vientre un hijo palpitante;/ le presta abrigo un cobertor de pena,/ y en un jergón de luto se serena/ su corazón sumiso y abrasante./ Una oración nocturna y mendicante/ en los resecos labios se encadena,/ y un cardinal oscuro le condena/ a un mal vivir, sin paz, triste, ambulante”.
La diversidad de metros y estrofas -arte menor, arte mayor, soneto...- dan fe del excelente dominio formal de Romero de Ávila, que se mueve con soltura y elegancia a lo largo y ancho de estas páginas. Sus versos tienen una identidad propia, repleta de reminiscencias y ecos de su infancia y de la Naturaleza que lo rodea. El propio autor, ha confesado que “un mundo sin pájaros y sin flores es un mundo muerto”, de ahí, que en esta compilación -portada incluida-, pueda encontrarse un amplio abanico de aves (palomas, jilgueros, halcones, cuervos, gorriones…) y referentes campestres (zarzales, amapolas, lirios, rosales, olivares…).
Un florilegio necesario y oportuno, pues, que ayuda a redescubrir a un poeta pleno de singularidad y de tacto lírico, capaz de filtrar y expresar una sentimentalidad personal, que nace también de su entorno y que vierte, de forma esperanzada, en manos del lector: “Que el corazón oriente sus latidos/ hacia la luz más tibia del ocaso,/ y que reparta el gozo a manos llenas/ para mellarle al odio su desgarro”.