Con “Los desengaños” (Visor. Madrid, 2014), obtuvo Antonio Lucas el XXVI Premio Fundación “Loewe”. Este madrileño del 75, suma su quinto poemario y refrenda una brillante trayectoria lírica, que iniciase en 1996 con “Antes del mundo”, accésit del “Adonáis”.
En su anterior libro, “Los mundos contrarios” (2009), el poeta anotaba que “escribir es no aceptar lo irremediable” y pretendía, a través de su verso y su verdad, renombrar un universo desde la misma raíz de su ser hasta el último fulgor que revelase su conciencia.
Ahora, en estos “desengaños” vitales, se adivina una voz aún más honda, una palabra más madura, tamizada por la experiencia inherente de los años y las sombras del vivir. Sabedor de que no hay peor agonía para el hombre que la de huir de su ulterior destino, el yo poético apuesta por la valiente certidumbre de enfrentar la realidad tal y como se ofrece, ajeno, pues, a tercas imposturas, a sonámbulos desvaríos: “Una vez sólo es la vida./ Apúrala con calma, con hambre, enajenado,/distante a la idiotez, altivo si es preciso,/ abraza la penumbra, no huyas la tristeza/ sé fiel a la lujuria, no temas la renuncia”, reza el poema “Querella”.
El diccionario de la RAE, en su segunda acepción, define, así, la palabra “desengaño”: “Perder las esperanzas o ilusiones, dejar de creer en algo”. El propio autor, confesaba tras recibir el galardón, que el poemario se vertebraba sobre dos pilares fundamentales: el de un desengaño sentimental y el de un desafecto notorio con el presente que le rodea. Y sin duda que, en la singladura que Antonio Lucas propone al lector, se deja sentir la citada dicotomía, y los versos del vate madrileño se orillan, luminosos, bajo un mar de desencanto, de dolientes imágenes, de dichas que ya son pretérito, de antiguas y febriles ceremonias que el peso de la edad y la discordia dejaron atrás: “Qué ha quedado del comercio en fuga de lo joven,/ del afán de ocupar las tierras sin promesa (…) Y ahora qué. Regresa el látigo del frío/ buscando imperio nuevo en ojos nuevos”./ Y qué poco importa todo./ El día de mis 37./ El día de mis 37/ volvieron a la casa lobos de silencio”.
Dividido en tres apartados, “Asamblea de intemperies”, “Paisaje de lo incierto” y “Estar solo”, más una “Coda”, el volumen mantiene una sabia unidad temática, un aliento común por el que asoma, a su vez, una desnuda rebeldía, una herida abierta, un renovado idioma, un llameante amatorio que se ha tornado helor, una mirada que quiere abandonarse al milagro niño del ayer: “La vida tiende túneles que llevan a la infancia/ sólo para aquellos que se adentran sin culpa (…) Todo hombre se cifra en sus propios despojos:/ los que arden de pena,/ los que son olvidados,/ los errantes, los felices,/ los que no cierran los ojos”.
Al cabo, un libro sobresaliente y sugeridor, un cántico que nace desde el interior de un alma quebrada, y que conjuga en verbo y anhelo con el extremo acontecer que rodea tan personal universo. Porque nada de lo que cuentan estos versos es casual, sino causa primera y cierta de pretender domar un corazón encendido, que aún duda y se entristece junto al tic-tac de sus latidos: “Yo me invento a llantos y tampoco sé quien soy”.
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