Notas de un lector

Giacometti, bronce vivo

Escribo estas líneas, con los ojos aún repletos de la magia creativa de Giacometti (Borgonovo, 1901 - Coira, 1966); y con la certeza de haber contemplado la exposición de uno de los artistas más sobresalientes del siglo XX.

Escribo estas líneas, con los ojos aún repletos de la magia creativa de Giacometti (Borgonovo, 1901 - Coira, 1966); y con la certeza de haber contemplado la exposición de uno de los artistas más sobresalientes del siglo XX.

Con su habitual buen hacer, la Fundación MAPFRE acaba de inaugurar en su sala madrileña del Paseo de Recoletos, “Giacometti, terrenos de juego”, una muestra que reúnedestacados bocetos, cuadros y esculturas del genial creador suizo.
Criado en un ambiente familiar pleno de arte -su padre, Giovanni Giacometti fue un pintor impresionista y su padrino, CunoAmiet, fauvista-, el joven Giacometti inició sus estudios de pintura en Ginebra;en 1922, se trasladó a París, a la afamada Académie de la Grande Chaumière. Durante más de cuarenta años, Giacometti vivió y trabajo en el taller de un complejo de barracas en la calle Hippolyte Maindron, 46, cerca de Montparnasse. Desde tan privilegiado espacio, pudo vivir intensamente las diferentes propuestas y las variadas estéticas que hicieron de la capital francesa un mito incomparable. Joan Miró, Max Ernst, Pablo Picasso, Samuel Beckett, Jean Paul Sartre, Paul Eluard, André Breton, Robert Doisneau, Henri Cartier-Bresson…, fueron cómplices testigos del quehacer de un autor personalísimo e innovador.

     El catálogo de la muestra, que con tanto esmero y rigor publica la Fundación MAPFRE, incluye un espléndido material gráfico en torno a esta exhibición, que se adereza con un buen número de estudios sobre el creador suizo. UlfKüster, Fiedrich Teja Bach, Casimiro Di Crescenzo y AnabelleGörgen-comisaria de la exposición-, desvelan muchos de los secretos que configuraban su íntimo y singular proceso creativo. Pablo Jiménez Burillo, Director del Instituto de Cultura de la Fundación, afirma certero en su prefacio, que Alberto Giacometti es “uno de esos grandes  nombres fundamentales para el discurso de la evolución de las corrientes artísticas e imprescindibles para encuadrar y explicar la escultura moderna: al mismo tiempo, su intensidad humana le ha convertido en referencia esencial a la hora de definir al hombre contemporáneo”.

    El propio Giacometti, dejó por escrito algunas de sus inquietudes, algunos de sus temores, de sus dudas-aunque su lenguaje fuera siempre el bronce, el pincel, el lápiz…-, y reafirmó su vital insistencia en el tema del movimiento: “nada que escribir, nada que decir con letras, formas sí, solamente, suficiente (…) Nuestros cuerpos, ¿dónde? Nuestros cuerpos, ¡aire! ¿El movimiento? ¡Tan lento! ¡Qué lentitud, los recuerdos vagos! ¿Y después? ¿Y después?”.

¿Y después?, se preguntaba, sí, hace ya muchas décadas Giacometti. Quienes aún tenemos el privilegio de contemplar su vigente legado, podríamos contestarle, alto y claro, que después sigue siendo ayer. Y hoy. Y un mañana donde su obra bullirá, fascinante, con los acentos continentales de África y Oceanía, que dotaron de esa personal simbología a sus obras; y de la América que lo quiso. Y  de la Europa que lo vio nacer. Y morir.
Queden, a modo de homenaje lírico, los versos de su compatriota Hans Grapp, poeta del que traduje del alemán, años atrás, este poema titulado, “Giacometti, bronce vivo”: “La verticalidad, el bronce vivo,/ el hombre solitario que camina/ sin saber hacia dónde, la mujer/ inmóvil, que contempla cómo el mundo/ discurre a su costado y no la alcanza,/ porque ya lleva dentro su semilla./ Y una lluvia invisible de amor y desconsuelo”.

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