Cuatro años atrás, daba cuenta desde este mismo espacio, de la aparición de los poemarios de tres jóvenes poetas sevillanos: en concreto, Francisco Marín Paz, Pablo Moreno y Diego Vaya.
Y precisamente, con el mismo título con el que yo encabezara entonces aquella reseña, me llega -a través de las manos amigas de Pedro Sevilla-, un atractivo volumen que recoge el quehacer de un nuevo trío de vates hispalenses.
“3 poetas sevillanos” (La Llave de Plata. Sevilla, 2012), compila el trabajo de tres autores que, durante un tiempo, han compartido sus tareas y experiencias líricas en el taller de poesía de la escuela andaluza “Escribes”. Antonio Rivero Taravillo, maestro de todos ellos e impulsor de este florilegio, afirma en su prefacio, que los textos seleccionados son “excelentes muestras de la buena poesía que se está escribiendo en este momento en Sevilla, y ya sin localismos, en España”.
Lola Terol ceutí del 60, pero sevillana de adopción, abre esta entrega. La originalidad de su verso, radica en el deseo de armonizar las contradicciones que van surgiendo al hilo de los días sucesivos, y en su amplio viaje interior, se descubre, un lenguaje liberado de estridencias con el que afirma la hondura de su realidad. A su vez, hilvana en su obra la compleja asignatura que es la vida, el espacio común donde se entrelazan nuestros amores, nuestras dichas, nuestros desamparos, nuestras remembranzas: “Tus ojos asombrados descubriendo que miran/ la vida sin rodeos te rodea/ limitas con el norte y con el sur/ en la cumbre del centro naces/ y recorres un mar enorme”.
Y desde ese mar, salen a flote sus versos, cromáticos, ritmados, seductores: “Dime entonces/ que será dulce el sol de la mañana/ y el sabor de las sábanas amigas”.
María Ruiz Ocaña (Sevilla, 1963), penetra con su decir en el complejo tejido del universo sensible. Su amor por la palabra, lleva su escritura hasta los límites de lo carnal, de lo espiritual, de la frontera, al cabo, con el lado más humano de la existencia. Se cita con la memoria sin esquivar ni un ápice la verdad (“Mi juventud fue un débil espejismo/ de días tenebrosos. / No recuerdo el comienzo de este viento,/ nada ha permanecido desde entonces”) y asume en su conciencia el doliente rastro que deja el alma que nunca cicatriza (“Cuando el abrazo es antesala/ de la ausencia, resbalan las palabras/ como gotas heridas por la rosa”).
Poetisa de sabia transparencia, que maneja de forma solvente las tonalidades métricas y que es consciente desde su íntimo lirismo de que “la poesía, ese gato huraño que te ronda/ se escapa por tejados siempre ajenos”.
Francisco Barrionuevo (Sevilla, 1943), alterna su profesión de arquitecto, con la sólida construcción de una poesía muy bien armada. Su verbo es gratificante, pues muy pronto el lector puede hallar nexos de complicidad con su cartografía lírica. Su cántico tiene el sabor del regreso, de la distancia pretérita, del agua escondida que convoca a los que están y a los que se fueron: “¿Quién recuerda tus labios enarcando los límites precisos/ de aquel incierto aliento, siempre breve/ del que nada sabemos?”.
Queda espacio, también, para aquellos sentimientos que tornaron la pureza en codicia, que transformaron el amor en duelo, que hicieron de los días más claros, noche oscura del corazón: “La nieve de este tiempo al deshelarse/ dos seres muertos deja al descubierto”. Poesía, en suma, de ricos ritmos, consistente en su aristas y en su desvelado misterio.