“¡Una pareja informal/ dispuesta a sembrar el mal!”. Esos son Max y Moritz, ese “binomio terrible” que se adueñó desde un principio de los lectores germanos, y acabó convirtiéndose en un clásico popular de las letras alemanas, citado por todos e inconmovibles al paso del tiempo. Ahora -nunca es tarde-, la editorial Impedimenta (Madrid, 2012), nos ofrece en cuidado volumen las singulares aventuras de estas dos buenas piezas (nuestros Zipi y Zape son angelitos a su lado), con el título de “Max y Moritz, una historieta en siete travesuras”, con traducción de Víctor Canicio.
El autor de esta historieta fue Wilhelm Busch, nacido -el mayor de siete hermanos- en Widensahl, en 1832, y muerto en 1908, de insuficiencia cardiaca. Su paso por las Academias de Bellas Artes de Amberes y Munich, obedeció al deseo de convertirse en un gran pintor, pero su destino estaba en la sátira y en el cómic, como ingenioso ilustrador y agudo crítico en hábiles rimas. Tenía veintisiete años (1859) cuando comenzó a colaborar en publicaciones como el “Fliegende Blätter” y el “Münchner Bilderbogen”, y allí, en 1865, daría a la luz la obra que lo consagraría, “Max y Moritz”.
Este “Abuelo de los Cómics”, como algunos le han llamado, ha encontrado en Víctor Canicio un traductor minucioso, cuya es también la “Introducción para incrédulos” que abre el libro, y que comienza así: “Max y Moritz no es tan sólo un gran clásico de los libros infantiles. En Alemania y en otros países de habla germánica puede considerarse un monumento nacional por todos respetado, admirado y sobradamente conocido”. Si a ello unimos que en una nota editorial se nos dice que Busch está dentro de la literatura alemana a la misma altura que un Goethe, un Schiller o un Thomas Mann, cabe preguntarse por qué apenas tiene un sitio entre los lectores hispanos.
El propio Canicio apunta la respuesta posible: “En España e Iberoamérica (Max y Moritz) sigue siendo una obra poco conocida. ¿Por qué? Tal vez porque nos resulta cruelmente germana, porque no ha encontrado su oportunidad o porque no tuvo la suerte de que le adjudicaran, en su época, un equivalente lingüístico adecuado y decisivo”. En este sentido, Canicio se ha esmerado y se ha esforzado en adaptar las peculiaridades de nuestro idioma a los giros y caracoleos de Busch, rimador tan experto como astuto. Bruno Bettelheim apuntó en cierta ocasión que “para que una historia mantenga en verdad la atención del niño ha de divertirle y excitar su curiosidad”. ¿Resulta “divertido” para nuestros niños esa que Canicio llama “crueldad germana”?
Naturalmente, no trato de sacar las cosas de quicio, pero en la apreciación de un determinado humor influye mucho el carácter (tradicional) de un pueblo.
Creo, matices aparte, que esta edición que comento, es un acierto pleno. Como se dice en el prólogo de Busch, ya en verso castellano, los niños revoltosos siempre suelen ser los más famosos. He aquí un retrato parcial de estos dos pájaros de cuenta: “Atormentar a las ranas,/ robar peras y manzanas,/ hacer rabiar al sufrido/ es mucho más divertido/ que estarse quieto en la escuela/ o ir a misa con la abuela”.
Pues bien, ahora la dichosa pareja está entre nosotros. Tengan -tengamos- cuidado.