Todo bautismo lírico lleva implícito una carga emocional e ilusionante aún mayor que la de cualquier entrega posterior a la que el escritor pudiera enfrentarse. Pues no cabe duda de que la letra impresa, envuelta en ese mágico formato que es el libro, dicta una novedosa y desacostumbrada responsabilidad, de la que el creador no se desprenderá ya nunca.
Desde esta sección, llevo más de una década dando la bienvenida a quienes se asoman por vez primera al complejo universo de las letras. Y tal es el caso que ahora me ocupa, tras la reciente aparición de “Peregrino de sueños” (Diputación de Ciudad Real, 2012) de Elisabeth Porrero.
Esta manchega del 77, licenciada en Ingeniería Química y profesora de Instituto, lleva tiempo divulgando su quehacer lírico en distintas revistas y publicaciones literarias, además de haber obtenido algunos premios y de ser columnista en diversos medios locales de prensa.
Mas no ha sido hasta este mismo año, cuando ha dado a la luz un poemario que se integra en la colección “Ojo de Pez” de la notoria Biblioteca de Autores Manchegos.
“Un viaje de mil millas empieza con un paso”, dejó escrito, siglos atrás, el poeta chino Lao-Tsé. Y ese primer paso, lo acaba de dar Elisabeth Porrero de manera firme y notable.
Con un verso muy bien ritmado –ay, qué dicha hallar en un primer poemario tanta música acordada- y una dicción pulcra y plena de sobriedad, ha sabido armar una escenografía donde laten con intensidad un tiempo y un espacio de solidaria lectura.
Al hilo de su título -premonitorio de cuánto nos va a contar-, este viaje del alma se adentra por los territorios que llevan desde el principio de la materia vital hasta el bordón último de nuestro fenecimiento. Porque sabe la autora manchega que “la huida no es posible (…) No es, aunque nosotros lo creamos,/ invisible la luna de ese espejo/ que lleva nuestro nombre/ y más temprano o tarde nos obliga/ a descubrir en él nuestra mirada”.
Ese azogue en el que el ser humano disuelve sus miedos, su felicidad, su melancolía, su desesperanza…, es el que le sirve a la poetisa ciudadrealeña para avanzar con verbo sugeridor por los distintos lugares en los que se detuvieron sus ojos: Londres, Berlín, Lisboa, Estambul, Atenas o la Tabla de la Yedra en Piedrabuena, son motivo para poner en hora el corazón y contar bajo la lluvia, a la intemperie, al sol, al alba o en la noche, su verdad y su música corazonadoras: “Las manos del viajero/ escriben en el aires sus diarios (…) Son dos grandes baúles/ desbordados de sueños y derrotas”.
En su lúcido prefacio, Pedro A. González Moreno refiere las claves primordiales que anidan en estos caminos interiores y afirma que en el decir de Elisabeth Porrero “laten acentos intimistas y neorrománticos, además de cierto tono reflexivo y una marcada inclinación existencial”. Todo ello, contribuye a conformar un poemario resuelto con múltiples aciertos, de autenticidad versal y que, a su vez, sostiene desde sus diversas esquinas un bellísimo diálogo con la Naturaleza y cuanto circunda la existencia cómplice y efímera del hombre, porque “su comienzo y fin/ siempre guardan el nombre de la tierra”.