Galardonado con el premio internacional de Poesía Rosalía de Castro, “El viaje del invierno” (Colección Ánfora Nova. Córdoba, 2011), supone el segundo poemario de Alicia Aza. Esta madrileña del 66, ha pergeñado un bello libro que se sostiene sobre los cimientos de la nostalgia y la memoria.
Aunque dividido en tres apartados, “Las rutas de los sentidos”, “Los ecos de la distancia” y “Las miradas del invierno”, el volumen camina en una misma dirección: aprehender cuanto despide vital aliento y tejer sobre sus pliegues aquello que tenga el sabor antiguo de la dicha. Porque la autora madrileña es consciente de que “somos viajeros libres de la vida/ nómadas con maletas de inquietudes”; y que antes de que nuestra humana singladura llegue a su fin -“Somos esclavos fieles de la muerte”-, debemos existir ajenos a ese enjambre de pesadumbre que convoca el cotidiano acontecer.
Con un verso endecasílabo sabiamente modulado, su decir crece y madura de forma solidaria, perfilando las veredas íntimas de un itinerario que lleva más allá del invierno, muy cerca del cobijo que dicta la poesía auténticamente cálida.
Con “Fantasmas de mi infancia” (Huerga y Fierro. Madrid, 2011) suma Ángela Reyes (Jimena de la Frontera) su décimotercer libro. De ayeres y remembranzas se pueblan también sus páginas. “He escrito este poemario desde la nostalgia positiva (…) Gratos recuerdos vividos con mi amplia familia andaluza”, anota la autora en sus “Palabras previas”.
Y de todos esos rostros, voces y rincones de su amado Sur, sobresale la figura materna, con la que dialoga y a la que va confesando su mañana y su ayer: “Me fui y ahora he vuelto sin las moras/ ni tantas otras cosas que pensaba traerte de la mano (…) Yo sé que he llegado tarde/ porque te miro y no crepitas,/ tu cuerpo ya no cruje”. La casa que fue hogar encendido y ahora es silencio, ruina, los soleados paisajes de la niñez que se han tornado melancólico invierno, las campanadas de la dicha que ya son ecos lastimados, van sucediéndose a modo de verdad antigua, pero dichosa.
Un verbo cómplice, tallado con modélico lirismo, acompaña el bordón de infancia, de vida y de muerte, que se anuda a este desván de versos muy bien dichos, “cuyos ojos relucen/ como los fósforos prendidos”.
Ana María Castillo Moreno (Badajoz, 1961), da a la luz su cuarto poemario, “La música de las horas” (Vitruvio. Madrid, 2011). “Este libro es un camino de luz”, anota en su prefacio Emilio Porta. Y sin duda, que de lírica lumbre están llenos estos poemas que pertenecen a la ternura, a la ausencia, al milagro de la existencia: “¿Por qué vislumbro una llama/ al otro lado del vaho”?, se pregunta la poeta pacense. Y tras sus palabras, pueden hallarse los secretos de tantas promesas idas, de tantos asombros sin dueño.
Tres partes jalonan el volumen, “Búsqueda”, “Encuentro” y “Fusión”, y en todas ellos asoma una precisa dicción, un sobrio mensaje que clama por el fulgor de las almas y por la esencia mirífica que esconden las palabras: “Escribir siempre./ No para esculpir grandes piedras/ sino para invocar/ a los ángeles”. Y así, pronunciando a solas cuanto esconde la esperanza, el viento del recuerdo, avanzará el lector por los gratos instantes que pueblan esta “música” de moduladas notas, que producen en la piel un suave escalofrío, “la senda que conduce/ hasta su voz”.