Al citado volumen, le seguiría dos años después “La superficie del aire”, en donde el autor gaditano mostraba ya una poesía plena de matices, precisa en su sencillez, que atrapaba y trasmitía autenticidad.
La confirmación de tan prometedores mimbres, le llegaría en 2007, al obtener el premio Ángaro de poesía, por “Los sueños intactos”. Por entonces, Ignacio Arrabal reconstruía con un verbo dinámico y nostálgico, el pretérito universo de la infancia, donde se daban cita la dicha y el desconsuelo. El murmullo del colegio, los veranos frente al mar, el vendedor de helados, el gran cinema, el recuerdo de los primeros amores infantiles (“Inútilmente fijé mis deseos en verla todas las mañanas,/ mas ella, caprichosa/ como un otoño tardío,/ me iba descubriendo la diferencia/ entre los años soñados y los vividos”); pero también, el imborrable adiós del abuelo (“Nadie decía nada./ Mi madre apenas sacó las fuerzas justas/ para una mirada tranquilizadora,/ pero mi certeza ya vagaba por los caminos de la muerte”), o la memoria del padre que retorna hasta el corazón “como el eco encendido de las olas”.
Ahora, con la reciente edición de “La luz inversa”, premio “Paul Beckett” de Poesía, Ignacio Arrabal alcanza una voz madurada, de sólida estructura, que le permite acercarse a la realidad con una mirada lírica y turbadora. El yo poético se adentra en la misma piel de la conciencia, y sin cerrar ni un solo instante los párpados, se enfrenta al enigma de los días con el afán de descifrar su verdad más íntima “sintiendo el pálpito, el murmullo,/ la seductora fiebre de la vida./”, tal y cómo reza el poema inicial.
Dividido en cuatro apartados, el libro respira soledad, silente reflexión, aroma a larga espera en constante comunión con la Naturaleza que lo circunda: “Vivo a varias distancias/ del sol,/ donde ya no acuden mariposas/ a morder el frío en mi ventana.”, confiesa Arrabal en su bello poema “Irremediablemente noche”. Aun a sabiendas de que “Nada ocupa su lugar/ excepto el miedo y el dolor,/ el espejismo de la noche/ que va ganando la batalla/ con el voraz/ latido del tiempo”, el poeta sanluqueño lucha por salir vencedor de ese duelo contra la condición finita del hombre e invoca a la “luz dispersa” y cómplice para que disipe la tiniebla de la sombría cotidianeidad: “¡Oh! Amable claridad que doras mis ojos,/ quita de mi mirada/ el velo rugoso que enturbia el sueño,/ que sólo sea cierto ese rumor/ de que aquí respira un hombre.”.
Con el deseo intacto de que sus ojos divisen la lumbre de la esperanza, Ignacio Arrabal avanza junto a su verso mirífico y confesional hasta sumergirse en “la serena emoción del sentimiento” amante, que sirve como coda al volumen. En ella, su decir se torna aliento común, “…vigilia que nos bebemos/ en vaso único” y que convierte cuanto fue condena en cálido fulgor: “Ahora tengo los ojos en tu costumbre/ y me sumerjo en tu alba/ de niña traviesa y transparente.”.
Poemario, en suma, de gozosa lectura y en el que el poeta asciende un escalón más en el discurrir de su límpida trayectoria.
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