Entre los últimos estudios realizados en torno al tema que el título apunta, destaca el del profesor de Psiquiatría de la Universidad neoyorquina de Columbia John Mann, quien afirma que la conducta suicida nunca es sólo fruto de una situación vital límite -gran estrés, sufrimiento…-, sino que se gesta en el seno familiar a partir de dos factores de riesgo: la genética y todo lo relacionado con los padres. Sorprende saber que anualmente hay más de un millón de casos consumados en todo el mundo, que llega a multiplicarse por diez cuando se contabiliza a quienes fracasan en su intento.
Numerosos han sido los casos de escritores -Shelley, Byron, Rimbaud, Chatterton, von Kleist… que han puesto fin a su vidas de manera voluntaria, y no cabe sino pensar cómo se habría intensificado y crecido su obra de no haber mediado tan trágicas decisiones.
La lectura de “Anaqueles sin dueño” (Premio Alfons el Magnanim “Valencia”. Hiperión. Madrid, 2010) de Pedro A. González Moreno, nos devuelve en buena medida esta inquietante temática, que en términos poéticos ha tenido un entrañamiento siempre cercano a la singularidad y aislamiento de aquellos que consagran sus fuerzas a tan noble género, y por qué no decirlo, próximo también a ese atajo hacia la inmortalidad que algunos autores creyeron ver en su trágico gesto.
En esta nueva entrega del vate manchego, el lector asiste a un hondo cántico que homenajea a buen número de poetas y poetisas que nos dijeron adiós premeditadamente y por voluntad propia. El poemario está dedicado a dos parientes del propio autor -padre e hijo- que también se suicidaron, y que dan paso a una amplia galería de escritores a los que Pedro A. González tiene agrupados en una misma estantería de su biblioteca doméstica: “Y cruje,/ sigue crujiendo cada noche/ igual que piel a punto de romperse,/ lo mismo que una tierra maldita cuyos muertos/ no hubiesen aprendido/ a morirse del todo todavía”.
Instalados muy cerca del corazón del yo lírico, deambulan, pues, estos hombres y mujeres del ayer, “tropezando con sus sombras por los pasillos”, escuchando aún sus ecos, enredando sus sogas, diluyendo sus tristezas entre el alcohol y las lunas negras de tantas derrotas.
El verso de González Moreno -dado su habitual dominio formal-, se alza delicado, sugeridor, y encuentra acomodo en cinco “baldas” o secciones en las que conviven el “amargo Dylan Thomas, meticulosamente/ etílico”, Alejandra Pizarnik “desde los terraplenes del insomnio”, “la muerte con esmoquin” de Mario Sa-Carneiro, el “camarada Vladimir/ –Maïakovsky-, ebanista del aire”, “los paisajes del amor y de la muerte” de Antero de Quental, Georg Trakl “sobre las piedras blancas de Cracovia” o Mariano José de Larra, “pocos instantes antes de empezar a enfriarse”.
Al cabo, quedan repartidos por estas páginas, los dolientes enigmas y los aterradores ámbitos que pisaron estos suicidas, que abrazaron la eternidad desprendiéndose de sí mismos. Y queda, sin duda, el aroma de una poesía que guarda en sus adentros mucha sabiduría y muy buen hacer, que atrapa y que emociona, que vive para ver volver, que palpita junto a “ese murmullo de resina o tinta/ que gotea despacio cada noche/ como una herida abierta/ entre mis libros”.