Más de una decena de poemarios y un amplio número de reconocimientos y galardones avalan la trayectoria literaria de Enrique Barrero Rodríguez (1969).
Ahora, tras un largo silencio, ve la luz “Sonetos de Pasión (Colección Ángaro. Sevilla, 2024), un volumen que reúne veintiséis poemas “en los que el autor nos va desgranando distintos momentos y emotivas vivencias relacionadas con Jesús de la Pasión, la Virgen de la Merced y su hermandad”, tal y como anota en su prólogo Miguel Cruz Giráldez. Quien añade, además, que lo que cabe en estas páginas viene envuelto por una “profundidad religiosa -a veces con ecos de plegaria- y altura poética de alto vuelo lírico”.
A lo largo de su obra, Enrique Barrero Rodríguez ha dejado muestras palpables de su devoción por una veta creativa de acentuado corte místico y espiritual. Cabe recordar la publicación de su anterior poemario, “La senda rescatada” (2016), premio
La Peñuela. San Juan de la Cruz, y en donde el vate hispalense llevaba de la mano al lector por las íntimas veredas en que crecían los bellos versos del Santo y visitabalos parajes por donde derramó su decir y sus enseñanzas: “Adónde te escondiste, que no alcanzo,/ ahora que van de nuevo mis sandalias/ disponiendo sus huellas/ sobre la albura exacta de la nieve/ a vislumbrar tu rostro ni tu mano/ en esta realidad que no comprende/ mi silente inocencia que regresa”.
En estos
Sonetos, su palabra se hace verbo encendido, apasionada ofrenda que se ciñe a su pulso, y que le sirve para reordenar su andadura en pos de un cálido cobijo: “Acudo por la luz y su reguero./ Subo una hermosa y vieja escalinata/ y en los nudos del alma se desata/ el latido más hondo y verdadero”.
El dominio de las tonalidades rítmicas se torna aquí acentuada virtud. Con un verso sabiamente acordado, liberador y solidario, Enrique Barrero Rodríguez marca un territorio donde no hay fronteras para la fe, donde no hay barreras para que el alma se acerque a ese cielo donde la mano del Señor va trazando su eterno consuelo.
Hay, también, en estos textos, ecos del ayer transidos por la verdad de la memoria, de la figura paterna -al que va dedicado el volumen “por los años felices en que fuimos nazarenos de la Pasión”- y que envuelve con su acordanza la dicha filial de la infancia: “Siempre padre tú y yo. Los dos unidos./ Tú, en la perfecta edad. Yo, adolescente./ Llegamos hasta un patio, y una fuente/ entona su murmullo, sus quejidos./ Por encima de todos los olvidos/ la escena se repite, tan fielmente/ que el tiempo la ha signado ya en mi frente/ como la sangre al pecho sus latidos”.
En suma, un poemario sólido en su bella arquitectura, de hondura plena, donde brilla lo sagrado y lo doliente, junto a la voz rendida a un Cristo cercano, perdurable, que reescribe con su luz la vívida existencia: “No quiero mejor sol, ni luna llena/ de plata y más hermoso reverbero/ que tu planta bendita y nazarena”.