En sus “Elegías de Duino”, Rainer Maria Rilke dejó escrito que “No nos sentimos seguros en el mundo interpretado”. Esa incertidumbre con el ámbito de lo habitable ha sido -sigue siendo- materia temática para buena parte de la filosofía del siglo pasado y actual. Porque dentro de la trama que nos remite a la existencia, nuestro universo desvela la ambivalencia entre la lógica y la voluntad; o lo que es lo mismo, los límites que trazan lo humano y los anhelos que dominan al ser.
Sabido es que el poeta, en su afán de trascender, asume un viaje interior desde el que establece los lazos con el acontecer propio y común. Y, al parde ese viaje, que no es sino íntima mudanza, acota los territorios y los protagonistas que alentarán la vinculación con su cotidiano vitalismo.
La lectura de “Escala” (Sonámbulos. Granada, 2023), de Ernesto Pérez Zúñiga, me ha llevado hasta el bordón de esa senda unívoca, entrañada, por la que el autor madrileño (1971) ha ido dibujando en sus últimas tres décadas una forma de hacer poesía donde conviven el aprender a vivir en la duda y el consentir la fe de la certidumbre.
Esta antología (1991 – 2023) reúne sus siete poemarios editados hasta la fecha: “El vigilante” (1991), “Los cuartos menguantes” (1997), “Ella cena de día” (2000), “Calles para un pez luna” (2002), “Cuadernos del hábito oscuro” (2007), “Siete caminos para Beatriz” (20014), además de una coda, “Cartas escondidas”, un libro en progreso, del que se espigan algunos inéditos.
En su prefacio, el propio autoranota:” Escala porque cada libro es un hito del viaje. De los primeros, apenas queda un relámpago. Ni siquiera una tormenta. Aunque aquella lluvia alimentase raíces desconocidas por entonces. Escala porque esta antología encuadra, a determinado tamaño, una parte de lo que se escribió. Y de esa parte, otra de lo que se publicó (…) Y “secreta escala” también, en palabras de San Juan de la Cruz. Cada libro un peldaño de conciencia. Cada poema un ascendido descendido”.
He seguido muy de cerca las líricas veredas de Ernesto Pérez Zúñiga y retornar a su decir pretérito y presente me confirma que su voz es una suerte de remolino semántico, en donde la vanguardia y la alquimia de los vocablos concisos se funden en un mismo azogue de extrañamiento estético. Un aire cautivador que se impregna de lo posible y lo imposible, y se sumerge en un abismo sugeridor, inquietante, infinito en su propia condición humanizante: “Sé que pretendo edificar mi torre con la arena/ que resbala de tus pasos cuando cruzas las dunas/ Sé que pretendo salpicar mi cara con las gotas/ que desprende tu cuerpo cuando sales del mar (…) Y sé que pretendo silbar/ la canción que tu aliento/ va ritmando/ en la partitura del mundo”.
En suma, el lector tiene ante sí, una
summa variada
, abierta, desnuda, por donde sobrevuelan ángeles y demonios, suaves cielos, oscuras tierras, viejos placeres, renovados duelos, y donde los versos se tornan el lúcido atlas de una realidad mítica, mística y mirífica: “Pero soy el pez que nada en su semilla/ El árbol que germina en el silencio”.