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Premios Goya

El pasado sábado nuestra industria cinematográfica se reunió fraternalmente en Sevilla con el fin de repartir sus premios corporativos, en un legítimo afán...

Publicado: 07/02/2019 ·
23:54
· Actualizado: 07/02/2019 · 23:54
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Autor

Javier Extremera

Javier Extremera es crítico de música clásica. Asimismo es técnico de Cultura en la Diputación de Jaén

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Este espacio trata la mirada más certera y crítica a la realidad (cuando la hay) cultural de Jaén

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El pasado sábado nuestra industria cinematográfica se reunió fraternalmente en Sevilla con el fin de repartir sus premios corporativos, en un legítimo afán por dotar de brío comercial a sus productos, la mayoría de ellos estrenados y ya por tanto con los balances contables en vía muerta. La ceremonia de este año (la más ágil y divertida de los últimos tiempos) dejó clara una cosa, que nuestros académicos votaron con el corazón y no con los ojos. En esta extinta edición, la Academia ha insuflado aire reivindicatorio sobre los premiados, pues el cine de denuncia, explorador de algunas de las más grandes vergüenzas patrias, se alzó finalmente con los laureles. Desde esa bajada a los infiernos de la corrupción institucionalizada (o “casos aislados”) del -hasta hace poco- partido que nos gobernaba (7 Goyas para la frenética “El Reino”), hasta el emocionante manifiesto al amor libre y homosexual ambientado en la marginalidad gitana de la necesaria “Carmen y Lola” de Arantxa Echevarría (dirección novel y actriz secundaria), pasando por la redención de la memoria de “El silencio de otros”, que da voz a las víctimas de nuestra guerra, pese a que algunos se esfuercen diariamente en echar más tierra sobre la tierra que les cubre (mejor Documental). Pero sobre todo, se recordará por sacar del ostracismo mediático a un colectivo escasamente retratado por el cine, el de nuestros discapacitados intelectuales y físicos, de la mano de “Campeones” (3 Goyas, incluyendo el de Película). Aunque escuchando el lúcido y emotivo discurso del flamante mejor Actor Novel (Jesús Vidal), uno se pregunte si en realidad no somos nosotros los verdaderos incapacitados. Y es que, a uno le pide el cuerpo decantarse por la simpática, cordial y divertida cinta de Javier Fesser, cuyos valores sociales y de concienciación, superan ampliamente a los cinematográficos. Todo un desafío el llevado a cabo por el director, capaz de hacer funcionar a la perfección todos los engranajes que rodean a este exitoso filme, afable manifiesto cinematográfico sobre la integración y la diversidad, que ha conseguido ponerles cara a nuestros discapacitados. Seres humanos tan válidos como otros, pese a que algunos sigan considerándolos meros “renglones torcidos de Dios” (ahí están los recortes presupuestarios en “dependencia”). El cine consigue a veces rasgar la pantalla y traspasar su presente convirtiéndose en fiel testimonio de su tiempo y sus gentes, además de intentar convertirnos en mejores personas y más justas.

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