En 2022 se cumplirán treinta años del día en el que El Selu, Erasmo y El Yuyu iban “por Canalejas, por la acera del muelle, con una risa” que les llegaba “de oreja a oreja”, pensando en el cartel diseñado por Rafael Alberti para los Carnavales: “¿Qué carajo es eso dios mío de mi alma?”. A falta de cartel estrambótico o surrealista para las próximas fiestas, los autores ya tienen con qué inspirarse para afinar en sus cuplés gracias al ¿inesperado? cambio de fecha, de febrero a junio, que lo ha sido a costa de pegarle una patada en el culo a la tradición en defensa de la propia tradición, cuando la explicación más sencilla la dio Bill Clinton, también, precisamente, en 1992: “Es la economía, estúpido”.
Porque la tradición, como tal, puede vivir un segundo año sin Carnaval, de la misma forma que la Semana Santa ha estado dos años sin salidas procesionales. Porque las tradiciones que llevamos grabadas como un tatuaje en la piel y que circulan por nuestras venas como un antivirus contra el olvido nunca desfallecen, nunca mueren, y siempre vuelven con su estación y con su luna, fijando el ritmo preciso de nuestros latidos, todo eso que ahora se ha despreciado en favor de asegurar una buena caja con la excusa del compás del tres por cuatro.
Usted podrá celebrar una cabalgata, un festival o una magna antología del Carnaval en junio, julio o agosto, o cuando le dé la gana, de la misma forma que los cofrades soñaron con su propia procesión magna en el otoño del año pasado como alivio tras una semana de pasión bajo confinamiento, pero llevarte un carnaval a la primavera implica una huida, una renuncia expresa al origen de la fiesta, a la etimología misma del carnaval, y al eterno combate entre Don Carnal y Doña Cuaresma, aunque solo sea por un año. Lo que no es, no es, y además es imposible, como “respirar por los ojos”, que contaba Pedro Reyes.
Todo es comprensible, por supuesto: la buena voluntad del ayuntamiento, el empeño por permitir la celebración de su fiesta más emblemática, la búsqueda de alternativas, el temor a una sexta ola después de las navidades... Tanto, como las dudas y las críticas que han sucedido al anuncio, porque lo comprensible no es sinónimo de razonable, y más aún en torno a una fiesta que antes de asomarse lo hace condicionada por la celebración previa del concurso de agrupaciones. ¿Por qué no mantener el concurso en sus fechas, teniendo en cuenta las garantías existentes en torno a la cultura segura? ¿Por qué no reducir el próximo Carnaval a las citas festivas viables sin necesidad de aplazamientos y respetando el calendario tradicional, que es el que ya han advertido que seguirán las ilegales y los romanceros? Sin olvidar que los ensayos de las agrupaciones coincidirán con los de las cofradías o que los exámenes finales de curso y hasta la selectividad lo harán con las fechas principales de la fiesta en la calle.
Al final, todos terminaremos tragando, porque no queda otra, porque “mejor esto” que otro año en blanco, porque, pese al mal regusto inicial, “sabrá a gloria” después de todo lo que hemos pasado, porque las barras y los bares estarán llenos, igual que los hoteles y los apartamentos turísticos y las tiendas de disfraces, y vendrá gente de todos lados, y las agrupaciones tendrán el verano por delante para hacer sus giras, y cada noche pondremos la tele o encenderemos el transistor, o una aplicación, para escuchar las agrupaciones que vayan pasando por el Falla, y al día siguiente compartiremos los vídeos de youtube con el último pasodoble de Martínez Ares, y habrá que ir pensando en el disfraz, porque el de osito de peluche habrá que dejarlo guardado para el invierno -mejor el de titi de Cai en bañador con cangrejeras y calcetines blancos-, y aquí paz y siempre carnaval, aunque sea un por cojones, porque ni el martes de carnaval será Martes de Carnaval, ni el domingo de piñata será Domingo de Piñata si no está la cuaresma de por medio, salvo que queramos confundirla con el Corpus, o la hayan confundido con el Corpus, o, lo que es peor, ni siquiera hubieran tenido en cuenta que era el Corpus.
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