Con las elecciones madrileñas nos está ocurriendo lo mismo que con las catalanas; las que terminó ganando Ciudadanos, no las últimas. Parecía como si nuestro futuro dependiera de lo que votaran los catalanes y, ahora, de lo que voten los madrileños, pese a que la experiencia nos dice que todo termina reducido a una hora de emoción y a un dato para la estadística. Inés Arrimadas venció a los secesionistas, sí, pero ahí acabó todo. Lo demás se resume en un porcentaje que solo servirá para comparar antiguos y futuros comicios catalanes. Es la política convertida en el arte de la distracción. Madrid ahora como ejemplo, como si Díaz Ayuso o Gabilondo fueran a solucionar nuestras vidas, que vivimos a 600 kilómetros de su comunidad; que es como decir que el Madrid o el Barça nos las solucionan cada vez que ganan la Champions o la Liga.
La gente, nuestra gente, incluso se pronuncia cuando hay ocasión en un momento de tertulia informal: “pues a mí me gusta Ayuso”, o “a mí me gusta la de Más Madrid”, o “yo, con tal de no ver a Vox en un gobierno, que gane el que sea”. No tendremos ocasión de votar, pero advertimos las consecuencias o, al menos, aventuramos y conjeturamos sobre las decisiones que puede tomar el Gobierno central -que sí nos afecta a todos-, e incluso el autonómico, en función del resultado, a tenor de la implicación personal del propio Pedro Sánchez en la campaña, y hasta el temor de los socialistas andaluces a que se pueda producir un adelanto electoral, aunque tenga más de coartada familiar entre susanistas y espadistas, que de certeza empírica.
Es, de hecho, otro caso de pura distracción, puesto que la mayoría de los que opinan sobre el posible relevo al frente del PSOE-A ni siquiera poseen el carné de militante que les dé el derecho a votar en unas primarias en las que, por supuesto, “todos” estaríamos con Juan Espadas, igual que “estábamos” con Susana cuando se enfrentó a Pedro Sánchez.
El PP, es cierto, ha acelerado su maquinaria orgánica para la renovación de las directivas provinciales, de las que dependerán no nuestro futuro, sino el de los que aspiren a liderar listas y ocupar puestos de salida. De momento ya sabemos que el mes próximo el partido quiere anunciar a los candidatos a las municipales de 2023 en todas las grandes ciudades.
La todavía presidenta provincial, Ana Mestre, no ha ocultado sus preferencias por los de las tres grandes ciudades de la provincia. De Algeciras ha dicho que mientras que a Landaluce le sigan respaldando los resultados electorales tendrá garantizada su continuidad. De Cádiz, que su principal opción es “el portavoz del partido, Juancho Ortiz”. Y de Jerez, que “eso lo tendrá que decidir la dirección regional o nacional del partido”, como si Jerez no tuviera portavoz -Antonio Saldaña-, o no tuviera tan claro que termine siendo el candidato. Y, claro, si quieren distraerse, pueden jugar a las interpretaciones: lo ha dicho porque sabe de lo que está hablando o porque es su forma de dar carpetazo al asunto que más se le ha atravesado en sus dos años como presidenta provincial y del que, un año después, aún se sigue hablando.
La política, como distracción, está muy bien; en el fondo nos mantiene alerta y hasta parece ayudar a regar nuestro cerebro y a dar sentido a nuestras emociones. Pero tampoco hay que confundir distracción con despiste. Entre tanta intensidad partidista e ideológica, se nos escapan otros titulares y otras estadísticas que sí pueden darnos la vida.
La provincia de Málaga, por ejemplo, ha sido, de toda España, la que más vecinos ha ganado desde el inicio de la pandemia a causa del teletrabajo, y sin que nadie haya hecho campaña al respecto hasta el pasado mes de febrero, cuando empezaron a darse cuenta de las consecuencias económicas del fenómeno. Primero, invitando a empadronarse a los teletrabajadores y, ahora, esperando a que le sigan sus empresas para instalarse en la provincia. La Diputación de Cádiz y El Puerto ya han impulsado campañas similares, Jerez ha anunciado que lo hará -ya va tarde-. Ganemos en lo que no nos gana nadie. Sin necesidad de votar, sin necesidad de otras distracciones, aunque nos animen la sobremesa.
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