En junio de 1895, la ciudad de Lyon acogió la celebración del nuevo Congreso Francés de Fotografía. Un barco llevó a todos los congresistas a través del río Saona hasta la sede del evento. Los hermanos Lumière aguardaban en el muelle para filmarlos e inmortalizar el momento a medida que desembarcaban. En las imágenes se puede apreciar el rostro feliz y sonriente de cada uno de los fotógrafos y científicos a medida que iban poniendo pie en tierra. “Felices, pero no por mucho tiempo”, advierte Thierry Fremáux, encargado de rescatar del olvido los 15 metros de celuloide del rodaje. Al día siguiente, la película se proyectó en el congreso y, a partir de ese momento, todos aquellos fotógrafos y científicos descubrieron que el cine acababa de inventarse, y que el aparato de los Lumière era el más perfecto de todos los presentados. La forma de retratar el mundo iba a cambiar por completo desde entonces.
El impacto de aquella presentación sólo es equiparable a algunas de las realizadas por Steve Jobs o Bill Gates en las últimas tres décadas; en especial el primero, un auténtico visionario de la interrelación del hombre con las nuevas tecnologías, además de un genio del marketing, aunque no deja de ser curioso que el mayor éxito de sus productos más vendidos -teléfonos y tablets- sea la incorporación de una cámara con capacidad para hacer fotos y películas, que viene a ser la consumación del sueño de los propios Lumière, que ya hace 123 años estaban convencidos de que el cine era un invento para el pueblo, hasta el punto de que los protagonistas de su primera filmación fueron los trabajadores de su propia fábrica.
Filmar una tormenta, la boda de un familiar, las vacaciones en un resort, el vuelo de una bolsa de plástico impulsada por el viento, la actuación de tu grupo favorito, una procesión, una maratón, tu mascota jugando con una pelota, la graduación de tus hijos... está hoy día al alcance de cualquiera con solo un teléfono móvil, como un reflejo más de que el mundo solo se entiende en continua e imparable evolución, bajo el aparente engaño de hacernos a todos la vida más fácil.
Les podría contar mi experiencia desde el punto de vista de los medios de comunicación, donde, más que evolución, hemos asistido a una revolución en el transcurso de la última década, con, todo hay que decirlo, funestas consecuencias para la profesión en favor del consumidor, lo que no deja de ocultar una terrible contradicción. Pero es evidente que nadie se libra de la aceleración de los tiempos y quien pierde es quien opta por no adaptarse. El sector del taxi ha sido el último en percibir la amenaza, entre otras cosas porque lo ha hecho demasiado tarde e indefenso ante el nuevo lobby del transporte compartido: basta con ver las nuevas series y películas americanas, donde la palabra “taxi” ha desaparecido de los diálogos en favor de “uber”.
Y lo mismo le ocurre al comercio tradicional, que ha consumido demasiados años en plantar batalla contra el incremento de grandes superficies mientras a su alrededor crecían los gigantes del comercio electrónico, frente a los que difícilmente pueden competir en precios o servicio a domicilio. Siempre habrá excepciones a la regla, pero la tendencia es incuestionable y ha tomado a los consumidores por rehenes bajo la excusa de la oferta o el descuento insuperable, como si fuésemos los beneficiarios últimos de una crisis que, no hay que olvidarlo, nos sacudió como si nuestro único destino fuera convertirnos en sparrings.
La cuestión es que ya hay toda una generación educada en este nuevo sistema y, por supuesto, enganchada a su teléfono móvil, convertido en la herramienta indispensable para el ocio, el consumo, el trabajo y las relaciones (redes) sociales, y es ahí donde se encuentra ahora la respuesta y la oportunidad de negocio para quienes no quieran verse superados por las circunstancias y evitar que se les quede la misma cara que a los fotógrafos y científicos que se vieron por primera vez proyectados sobre una pantalla de cine.
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