Una de las tramas principales de
The leftovers, la serie que cuenta los efectos de la inexplicable y súbita desaparición del 2% de la población mundial, se centra en una especie de secta a la que todo el mundo llama los
culpables remanentes. Visten de blanco, fuman todo el tiempo, no hablan -sólo se comunican entre ellos por escrito-, viven en una especie de comuna y todos comparten la pérdida de algún ser querido en la fatídica jornada en la que millones de personas se evaporaron de la tierra sin más. Son una presencia incómoda, siempre en parejas por las calles, observando a sus antiguos vecinos, tomando notas sobre ellos, procurando captar nuevos adeptos. Están empeñados en que nadie olvide a los que partieron hacia no se sabe bien dónde, en que nadie olvide ese pasado contra el que, a nivel interno, luchan los demás ciudadanos, hasta el punto de crear con maniquíes réplicas exactas de quienes se fueron para depositarlas en cada uno de los hogares y punzar en cada herida.
Obviamente, hay cosas que no tienen explicación, y por eso mismo no paramos de hacernos y hacer preguntas, porque necesitamos respuestas. Las necesitan los familiares de los pasajeros del vuelo de Malaysia Airlines y las necesita la niña filipina que se dirigió al Papa la semana pasada. Y sin embargo, no las hay, salvo las que dictan las lágrimas, como dijo Francisco.
Puede que no haya respuestas, pero tampoco debe haber olvido. De ahí nuestro interés por la salida de Luis Bárcenas de la cárcel, o por los cobros millonarios de Juan Carlos Monedero por asesorar a gobiernos de América Latina, o por las contradicciones de Tania (oh!) Sánchez, o por el divorcio del bipartito andaluz, como si de cada uno de sus protagonistas se hubiese realizado una réplica exacta de látex que hubiésemos dejado en los dormitorios de Rajoy, Iglesias, Garzón o Díaz para que los tuvieran presentes cada mañana al despertar.
Quieran o no, todos mantienen oculto algún que otro cadáver en el armario -hasta IU tiene los suyos de Bankia-. Lo molesto es que seamos los demás los que nos colemos en sus alcobas para recordárselo, que es lo que visiblemente ha sucedido esta semana, hasta conseguir que la sombra de la duda pese ya sobre todos ellos, como si ése hubiese sido el punto en el que han logrado equipararse.
Y, por supuesto, no todos los políticos son iguales, “pero algunos más que otros”, que diría Orwell, ahora que el término “casta” parece haber perdido su sentido peyorativo y ha puesto a trabajar a los expertos en marketing a ver qué nuevas soluciones creativas le dan al invento cuando nos puede la sensación de que todo está inventado.
Por mucho que retuvieran a Bárcenas en prisión hasta bien entrada la noche -aunque sólo fuera por joderle el informativo a La Sexta: en plano fijo sobre Soto del Real desde las dos de la tarde-, Rajoy ya se despertó esa mañana con el maniquí de su extesorero sentado junto al balcón devolviéndole una sonrisa maliciosa; por mucho que alardeen de ejemplaridad y honestidad -dime de qué presumes...-, Iglesias debió compartir idéntico desconcierto al descubrir el de Monedero esperándole en la cocina, una vez enterrado el de Errejón; por mucho que ame a Andalucía y diga que toma decisiones pensando sólo en los andaluces, el maniquí de Antonio Maíllo sigue recordándole a Susana Díaz en el hall de entrada que el alcance de sus decisiones puede que no termine por satisfacer sus propios deseos o expectativas, aunque sólo sea por justificarlas con argumentario falso.
Y en esas circunstancias, si no hay olvido, también debe haber esperanza, por mucho que haya políticos que nos pidan ambas cosas a la vez: olvidar y tener esperanza. Lo hace Rajoy cuando reniega de Bárcenas y cuando nos pide preservar el optimismo de cara al futuro, pero también la oposición cuando se ofrece como alternativa para solucionar un “desastre” que, como ocurre en Jerez, originaron gobiernos anteriores en los que tomaron parte. Estamos hechos de contradicciones, es cierto, pero partimos de una realidad común a la que, a ésa sí, no cuesta darle respuestas.