Esta mañana recibí la llamada de José Antonio Benítez. Tenía que acompañar a su padre al hospital por una emergencia y necesitaba que le completara el editorial de esta página. Me apuntó algunos de los temas sobre los que podía escribir: “el pueblo, ya sabéis”, como anticipó Julio Mariscal.
Sin embargo, apenas una hora más tarde, llegó la fatal noticia, y, por encima de donde se supone que iban a argumentarse asuntos municipales de interés general, empezaron a precipitarse los recuerdos en torno a Andrés Benítez, que son, en este caso, los recuerdos de la infancia misma: vivía pared con pared al lado de su mercería, a veinte metros de su casa en Romero Gago y crecí al lado de sus dos hijos, José Antonio y Andrés Francisco -aunque para mí seguirá siendo El Chiqui toda la vida-, a los que nos unía el fútbol, los Beatles y las Tres Caídas, cuando todo era descubrimiento y azar.
Allí, en la mercería, mientras nos colábamos entre los mostradores, al tiempo que se dispensaban madejas de lana, botones de nácar y bobinas de hilo, asistimos a nuestras primeras conversaciones “de mayores”; siempre sobre fútbol -el Arcos, por supuesto- y la hermandad, entidades en las que Andrés Benítez desempeñó un papel fundamental, como atestigua ese pasado enmarcado en blanco y negro al que tantas veces recurrimos en busca de respuestas o de la memoria misma.
Por su forma de ser y estar, siempre lo tendré por un hombre bueno -“en el buen sentido de la palabra bueno”, que dejó escrito Machado-, pero, más aún, por la huella que aún perdura de aquellos años en los que nos vio crecer y que, por fortuna, forman parte de este recuerdo desde el que abrazar ahora a Loni, José Antonio, Chiqui y Pilar. Descanse en paz.
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