El fenómeno no es nuevo, aunque sí ha alcanzado niveles preocupantes a medida que pasaba el tiempo:
la sobreexposición de la propia imagen de jóvenes y preadolescentes en las redes sociales no solo se estudia, sino que se trata, vinculada en muchos casos a la adicción al móvil. A
Proyecto Hombre ya no llamamos para conocer el ascenso o caída del consumo de drogas, sino de adictos a la tecnología.
Su programa específico para educar en un uso responsable de las tecnologías atendió el año pasado en la provincia de Cádiz a 2.392 personas.
Empezamos por instalarle nuestro móvil o nuestra tableta al cochecito del niño o la niña para que nos deje comer tranquilos mientras estamos en un restaurante y terminamos por regalarle el móvil el día de la Primera Comunión, abriendo sus ojos y su mente a un mundo de posibilidades, fundamentalmente ociosas, que, en algunos casos,
pueden derivar en la tiranía del “like” y la colección-competición de seguidores o, simplemente, en un hábito de dependencia.
Los creadores de
Wall-E lo supieron ver con mucha antelación cuando retrataban a los supervivientes del planeta como personas incapaces de ver el mundo más allá de la pantalla acoplada a sus asientos, y los de
Black mirror lo anticiparon con el episodio en el que
Bryce Dallas Howard termina ninguneada socialmente a medida que va perdiendo “me gustas” en su móvil.
Son casos extremos y extraídos de la ficción pero que, asimismo, inciden en una de las claves del fenómeno: está sometido a una continua evolución. El último de ellos es que
ya no basta con sumar “likes”, sino en convertirlos en dinero y en alcanzar la fama mediante la profesión de moda: “influencer”.
Esta semana,
Pablo Motos entrevistaba en El hormiguero a una de las jóvenes que lideran el ranking a nivel nacional, con la salvedad de que ella misma rechaza el término “influencer”, puesto que se encuentra ya en un nivel superior. Es
“creadora de contenidos”, y se encarga de subrayarlo en varias ocasiones durante la conversación, como estableciendo una barrera de distinción.
Y me parece fantástico que haga valer su profesionalidad, la suma de méritos que la han llevado hasta el podio del éxito y la celebridad, la felicidad y el entusiasmo con el que describe cómo es su día a día. Lo que resulta más discutible aceptar es el relato del “cómo he llegado hasta aquí”, en el sentido de que
hubo un momento, cuando acabó el instituto, en el que tuvo que decidir si “estudiar o facturar, estudiar o facturar”, repetido como un mantra.
Ya sabemos cuál fue su decisión y cuál el influjo subliminal -si no explícito- que dicho mensaje puede tener en miles de adolescentes que, por el hecho de compartir la misma herramienta, un móvil, pueden llegar a la misma conclusión: ¿para qué necesito estudiar si esto me puede dar la salvación? Es cierto que, después, animó a la gente a que estudiara, pero sonó a pose.
Hasta hace bien poco,
los niños que querían ser Cristiano Ronaldo terminaban por imitar su corte de pelo o calzar sus mismas botas. Cuando yo estaba en el instituto, mis
compañeras de clase querían ser Madonna e imitaban su maquillaje y sus complementos. Ahora ya no se trata de admiración, sino de convertirla en equiparación, desprovista de valores como el talento, la formación o el sacrificio, a partir de referentes que desvirtúan en qué consiste esto que llamamos vida.
El hecho de que la
Junta de Andalucía haya decidido
prohibir la presencia del móvil en las aulas y reducir la dependencia de los dispositivos electrónicos en el proceso de aprendizaje me parece uno de los auténticos y necesarios avances que había que poner en práctica para contribuir a reconducir la formación de menores y adolescentes, pero también de cara a que se tenga presente en el ámbito familiar.
No ha sido un puñetazo en la mesa porque aún no ha sonado, pero basta con que sepa transmitir la sensatez y la cordura que lleva implícita la medida.