Sirva como preámbulo de cara a
las consultas a las bases:
los partidos políticos son como los clubes de fútbol; unos tienen militantes y los otros tienen socios, pero en ambos casos están llenos de hooligans. Quien defiende en público al PSOE o al PP -y me refiero en la barra de un bar, en el trabajo, en la cena de Nochebuena o desde su perfil de redes sociales- lo hace como quien defiende al Madrid o al Barça, con el mismo ímpetu y el mismo apasionamiento, e incluso puede que termine defendiendo ambas cosas a la vez, a su partido y a su equipo: todos llevamos dentro un entrenador de fútbol, y algunos llevan además un carnet entre los dientes.
Que el PSOE haya consultado a sus bases para que se pronuncien sobre los pactos para formar gobierno tiene el mismo sentido que Florentino Pérez convoque asamblea de socios en Chamartín en la previa de un Madrid-Barça para decidir si hay que pedirle a sus jugadores que ganen el partido de esa tarde o si prefieren dejarse perder.
En el caso del PSOE la opción pasa por respaldar un gobierno “de progreso” o dejar que pueda gobernar la derecha “y la ultraderecha”. Como para que se generen dudas, pese a las esperanzas expresadas por alguna que otra alma cándida -e interesada- reivindicando el peso sobre las conciencias de la palabra de nuevo omitida: “amnistía”.
Cada cual que se consuele como quiera, pero
confiar en que la militancia muestre su rechazo mayoritario a los pactos sellados por el PSOE de Pedro Sánchez con la nueva izquierda de Sumar, los nacionalistas y los independentistas, resulta infantil y poco conmovedor; ni siquiera Frank Capra se atrevería a rodar una historia con ese tipo de final, y mira que este hombre creía en la buena voluntad de la gente.
La consulta no deja de ser otro juego de distracción y una maniobra para que los líderes territoriales del PSOE se retraten a la hora de hacer pública su vinculación inalterable para con el secretario general, a quien
nadie niega sus virtudes como prestidigitador y encantador de serpientes, ni sus trucos de magia, como el de convertir una mentira en un cambio de opinión.
Lo que de verdad importa son los hechos y las consecuencias. O, dicho de otra forma, lo que nos avergüenza. Déjense de democracia, de constitucionalismo y Estado de Derecho como si fuera un invento nuestro.
En el fondo, como buenos demócratas, no queda más que aceptar el resultado, porque es la esencia del juego. La democracia no es más que saber perder, incluso más que saber ganar, porque es entre los derrotados sobre quien recae el peso del equilibrio del sistema, como fiscalizadores y como aspirantes al cambio.
Lo que nos avergüenza no es que se esté atacando a la Carta Magna, sino que alguien apele al interés general de una nación para asegurarse un sillón, y que ese interés general pase por todo tipo de
concesiones a dos comunidades autónomas -solo les ha faltado rematar el acuerdo con la coletilla “y también dos huevos duros”-
y por ceder y ceder y ceder ante fugados de la justicia -no “exiliados”, como llegó a pronunciar un redactor de La Sexta en una crónica de su informativo- acomodando la ley a sus propias necesidades y caprichos y aceptando su papel de relatores de lo que la justicia se rebajó a calificar de “ensoñación”.
Y lo que nos avergüenza
se resume asimismo en la pregunta retórica pronunciada esta semana por Felipe González ante un grupo de periodistas cuando alguien se acercó a cuestionarle si él habría ido a Bruselas a entrevistarse con Puigdemont como había hecho el socialista Santos Cerdán para sellar el pacto de investidura: “¿Por quién me toma?”, replicó González con gesto de ofensa.
Apenas cuatro palabras para retratar toda una maniobra política y personalista que nos rinde y humilla como ciudadanos, puesto que privilegia a los de dos comunidades frente a las demás y concede un folio en blanco a quienes fueron derrotados y ajusticiados por atacar al Estado. Todo -la falta de escrúpulos, de moral, de palabra, de lealtad-, todo, por un asiento. ¿Eso mejor que elecciones? Es otra pregunta retórica.