Cada democracia, de cada país, de cada región, de cada ciudad, tiene los políticos gobernantes que se merece. A veces coincide con la decisión mayoritaria de los ciudadanos que los eligen; otras, se reduce a una cuestión aritmética o interesada -la mayoría afín-. En ambos casos
prevalece la máxima de que no puede haber tanta gente equivocada, aunque al día siguiente de unos comicios nos empeñemos en buscarle explicaciones al por qué del resultado.
Hasta
Michavila, dos meses y medio después, ha necesitado de una entrevista terapia en el Abc para explicarse a sí mismo y a los demás, para que no quedaran en una voz interior las causas que provocaron el desvío catastrófico de sus previsiones a pie de urna sobre el reparto de escaños el 23 de julio. Como nos enseñaron en
South Park vamos sobrados de Capitanes A posteriori; muy pocos prefieren el trapecio, para verlas venir en movimiento, que cantaba Manolo García.
De una u otra forma, tenemos los políticos gobernantes que nos merecemos. A veces es un alivio, y otras toca saber perder, aunque, siempre, solo a una parte le parecerá un alivio, mientras la otra huye de la resignación. A eso se reduce el relato por fascículos con el que nos mantiene entretenida la clase -y la poca clase- política desde la noche en que a Michavila no le salieron los números.
Después, a pie de página, podremos hacer las anotaciones oportunas:
el fugado, los herederos de ETA, los pactos territoriales del PP, la amnistía, el macarrismo, el gobernar a toda costa, el miedo a Vox, el vasallaje... como las descripciones del paisaje de fondo de una trama que
solo puede terminar de dos formas: con la conformación de un gobierno o la repetición de elecciones.
Y todo apunta a que será el primer final, porque solo puede haber uno y
Pedro Sánchez parece del clan de los MacLeod, aunque en vez de una espada use palabras de concordia y reconciliación para tratar de convencernos de que, ahora mismo, la gran prioridad pasa por deponer las armas ¿en qué trincheras? y firmar un tratado de paz ¿con qué enemigo? para impulsar a España en la senda de la prosperidad.
Dos meses y medio resumidos en una frase descacharrante de
Isabel Coixet: “De repente, la llave de todo la tiene un pirado que vive en Waterloo. ¡Guauu!”. No diré que dos meses y medio perdidos, aunque lo parezcan, pero sí dos meses y medio en los que
se ha hablado, y mucho, de ocupar sillones, pero apenas de las cosas de comer, de cómo la gasolina vuelve a costar casi lo mismo que cuando tuvo que aplicarse el descuento del 20%, o de cómo llenar el carro de la compra salvo que destines al mismo el doble de presupuesto que hace un año, o de cómo vamos a afrontar el otoño con las reservas de agua por debajo del 18% en los pantanos de la provincia. No hay ni intención de hacerlo.
Incluso a nivel provincial prevalecen los ecos de lo que se negocia en Madrid y de lo que los estrategas de Madrid les imponen para incorporarlo a su agenda local.
La gente no para de asomarse de reojo a los titulares sobre la subida del coste en asesores políticos, de la basura, del agua en alta, consciente de que, en un momento u otro, terminará por recibir el balazo en la cartera, pero ahora la prioridad es reivindicar nuestra voz como pueblo frente a los privilegios que aguardan a los catalanes o, según quien te ofrezca su versión de los hechos, la defensa de las conquistas sociales. Y habrá que hacerlo, pero
pongamos antes los pies en el suelo y hablemos de una vez de las cosas de comer, no de si su amigo o su jefe se merece más que el otro ocupar el gran sillón del poder, no de si su amigo o su jefe va a romper España o va a tragar con políticas retrógradas.
Ruido y más ruido. Demasiado ruido. “Y con tanto ruido no escucharon el final, aunque todos los finales sean el mismo repetido”, que escribió Sabina. Por eso mismo ya sabemos cómo acabará éste.
Es el final que nos merecemos, pero habrá que confiar también en que sea el comienzo de algo nuevo: la hora de despertar estaría bien.