Paralelamente a la desigual lucha contra el coronavirus, se ha desplegado una pluralidad de conductas, generalmente acordadas por los políticos, cuya naturaleza, condicionantes y efectos deberán ser objeto de un sosegado estudio en el inmediato futuro. Sometida la población de un verdadero arresto, confinamiento durante noventa días, el gobierno de la Nación, utilizando impropia y abusivamente la técnica del decreto-ley, ha ido configurando lo que sagazmente denomina “nueva realidad”, contra la que la sociedad, diezmada en su fuerza, empobrecida sin remedio en una gran parte, se ve incapaz de reaccionar.
Pues la nueva realidad que se proclama no es sino un cambio de la propia esencia de una nación soberana, de su historia, de sus valores y de sus fines por espurias formulaciones que pretenden socavar las propias instituciones del Estado y cuanto ha constituido la cultura de una de las más grandes naciones de la historia de la humanidad. Piénsese, si no, en la ocurrencia de una política gaditana, sin apenas respaldo, de desapoderar la histórica grandeza de Cristóbal Colón, del que no se ha conocido actitud alguna que lo acerque al racismo o al desprecio por los indígenas que el gran navegante encontró a su paso y a los que trató de dotar de un mejor modus vivendi. ¿Por qué no destruir el recuerdo de los Reyes Católicos, El Cid o tantos otros colosos que contribuyeron a nuestro orgullo patriótico?
En realidad, estas ocurrencias están dictadas no pocas veces por la ignorancia y se enmarcan en una estrategia perfectamente diseñada desde allende los mares, sustancialmente destructiva y que pretende convertir a España en una triste y conocida república, ejemplo de nada. Es así la exaltación de terroristas, la expresión de simpatía hacia quienes pretenden despedazar España, desterrar la Jefatura del Estado, los símbolos definitorios de la Patria, apoderarse de la justicia privándola de su independencia, proscribir el catolicismo y consolidar una idea de igualdad desde abajo nacida de una verdadera “pandemia del espíritu”, que ilustra un gobierno inexperto, alocado, psicopático, falto de criterio y manejado subrepticiamente por el adalid de esa fiebre aniquiladora de nuestra historia. Los innumerables políticos, todos, resultan incapaces de posicionarse al servicio de un esfuerzo común. Abstracción hecha de la siniestra situación actual, el odio se ha anidado en lo más profundo de ellos y ha trascendido, en general, a una gran parte de los españoles, a los que han conseguido dividir en dos grupos irreconciliables, pretendiendo revivir una guerra olvidada que nadie de ellos sufrió.
Modernamente se habla del denominado delito de odio y ya los autores afirman que tiene lugar cuando una persona ataca a otra motivada exclusivamente por su pertenencia a un determinado grupo social, según su edad, sexo, género, religión, raza, etnia, nivel socio-económico, nacionalidad, ideología o afiliación partidaria, discapacidad u orientación sexual.
El odio se ha impuesto en múltiples comportamientos y parece informar el mundo de la política y, en general, de muchas relaciones sociales, pero no es en sí un delito autónomo sino el componente de otro tipificado en el artículo 510 del nuestro Código Penal, que castigan a los que públicamente lo fomenten, junto con la hostilidad, discriminación o violencia por razones de ideología, religión, creencias, razones sexuales, razones de género, enfermedad, discapacidad…
Pocos pueden afirmar no haber actuado a veces por un odio trascendente. El gobierno, desde luego, no.
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