El artículo 7 del Real Decreto 463/2020, de 14 de marzo, por el que se declara el estado de alarma, ha establecido una regla general de prohibición de la libre deambulación, salvo para supuestos tasados que permitan al ciudadano acometer sus necesidades y quehaceres más esenciales.
Ello ha traído consigo una importante limitación a un derecho fundamental, como lo es la libertad, la prohibición de ser privado de la misma, salvo excepciones justificadas, y el derecho a la circulación por el territorio nacional (artículos 17 y 19 de la Constitución Española), situación sin precedentes en nuestro joven Estado de Derecho.
Y sin embargo, atendida y entendida por la ciudadanía la causa que justifica tal drástica medida, se ha asumido en términos generales, demostrando la sociedad española, una vez más, que sabe estar a la altura de las circunstancias.
Existe no obstante un elemento que a juicio de quien suscribe es ineficaz, y es el mecanismo sancionador planteado por el Ejecutivo para hacer valer la limitación a la libre circulación, que transgrede los principios y garantías propios del régimen sancionador.
El estado de alarma no dispone de un régimen sancionador propio, remitiéndose el incumplimiento del mismo a “lo dispuesto en las leyes”. Y la fórmula escogida por el Ejecutivo a la hora de sancionar a aquellos ciudadanos que supuestamente no hubieran respetado las limitaciones establecidas, ha sido en aplicación de lo dispuesto en el artículo 36.6 de la Ley Orgánica de Seguridad Ciudadana, también conocida como “Ley Mordaza”. En dicho artículo se establece como infracción muy grave la “desobediencia o resistencia a la autoridad o a sus agentes en el ejercicio de sus funciones.”
Y el problema de esta tipificación viene cuando el ciudadano simple y llanamente, a juicio del agente de la autoridad en cuestión, no se encontraba dentro de alguno de los supuestos previstos o permitidos por el artículo 7 del RD 463/20.
Es decir, se ha asimilado por la administración sancionadora que la supuesta mera infracción de ese artículo conlleva una desobediencia o resistencia a la autoridad o a sus agentes, y por tanto siendo indiferente la actitud que haya tenido el administrado cuando es requerido por el agente de la autoridad; aún en aquellos supuestos en los que haya atendido en todo momento las instrucciones y requerimientos de los agentes de la autoridad.
Sólo, a mi juicio, en los supuestos en los que sí se demuestre la existencia de una actitud real de desobediencia y resistencia al agente de la autoridad, esto es, un comportamiento consciente y exteriorizado de desprecio al requerimiento y a la instrucción dada por el agente, será válida esa tipificación propuesta.
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