Para descansar de mí misma y de mi propia mediocridad suelo releer con verdadera ansiedad a Oscar Wilde. Se lo recomiendo sinceramente. Nada mejor para aclarar la mirada sobre esta sociedad provinciana y aburrida, que a veces se nos despliega, que tener un libro de Wilde en la mesita de noche. Hagan la prueba. No conozco mejor medicina contra el hastío que sumergirse en el abrazo del ingenio como si fuera un botiquín de primeros auxilios. Ésta definición no es mía, me la dio hace años en un inolvidable curso de verano de la Menéndez Pelayo un irónico Pepe Hierro cuando le confesé que en periodos de bloqueo recurría a sus poemarios, otro genio.
Si me hacen caso comprobarán que el ingenio de un hombre no se mide en sus palabras, se mide en la rapidez en elegirlas. Y eso sólo se puede comprobar en el cara a cara. Todos somos ingeniosos en el entorno adecuado con el tiempo suficiente (unos más, otros menos), pero ser ingenioso en la inmediatez de la conversación es algo muy diferente. Ése es un don que sólo lo proporciona la inteligencia.
Por eso de todos los libros que he leído de Wilde o sobre Wilde, me quedo con uno que publicó la editorial Valdemar en 1996 llamado Los procesos contra Oscar Wilde, en el que se recogen los interrogatorios a los que sometieron al escritor inglés por el escándalo denunciado por Lord Alfred Douglas, a cuenta de la relación que mantuvo con su hijo. En dichos interrogatorios, Wilde demuestra tal ingenio que terminas olvidando que aquello estaba pasando en realidad, porque sus respuestas son dignas de cualquiera de sus mejores obras.
Imaginen la escena: Wilde sentado en el banquillo es presionado hasta el límite por un homófobo fiscal (estamos en el siglo XIX) que actúa bajo un ambiente asfixiadamente puritano.
Cualquiera se hubiera derrumbado, pero él no. A las ridículas acusaciones respondía con argumentos deliciosamente inteligentes y que te hacen tomar la medida del personaje. Está claro: Si Wilde escribía con verdadera agudeza es simplemente porque era un genio. No hay que darle más vueltas. Y ¿qué quieren que les diga? Coincido con Wilde en que no hay mejor atractivo que el ingenio, pero me quedo con su memorable máxima: Me gusta mirar a los genios y escuchar a los guapos.