Entre toda esta maraña preocupante del uno de octubre catalán, que va desde la ristra de memes zafios (cómo odio los memes, por Dios bendito) y los alaridos apocalípticos, a mí se me quiebra el ánimo porque qué quieren que les diga... Yo no quiero que se vayan...
Verán, les cuento: Servidora tuvo la gran suerte de frecuentar la Barcelona de los años 80 pre-olimpiadas y la que renació a partir de aquel maravilloso año 92. El eje Barcelona-Sevilla pasando por Madrid de 1992 trajo a España, o así me lo parecía a mí a los 27 años, una ventana a lo que habíamos visto en libros, en películas y hasta en la televisión, convertido en realidad tangible y cercana. Por eso, de tanto ir el cántaro a la fuente, esta sevillana se enamoró de esa ciudad abierta, divertida, hermosa y sobre todo muy muy plural.
He sido de las que discutía en las reuniones defendiendo que los catalanes eran gente cariñosa y solidaria, defendiendo que en Barcelona se hablaba en catalán, pero que cuando te escuchaban hablar en español, enseguida te pedían disculpas y te hablaban en tu idioma. Lo defendía con ahínco frente a los tópicos del catalán insolidario y cerrado. Lo defendía porque, verán ustedes, es que era verdad. Es que yo lo vivía así y así consiguieron que sintiera Barcelona como algo mío. Y ahora no quiero dejar de sentirlo así.
No quiero dejar de sentir mío aquel Plany al mar de Serrat (qui ho diría...) que tarareaba en mi catalán inventado junto a mi amigo Anastasi. No quiero dejar de sentir mío aquellos paseos donde el Modernismo me cogía de la mano y me enseñaba como brotaban las hojas, y se posaban los pájaros de cristal sobre el mostrador de Els Quatre Gats, que era mucho más que cuatro gatos. No quiero dejar de sentir mío esa estación de Sants y sus bocadillos de butifarra blanca que te curaban el hambre del asombro juvenil. No quiero dejar de sentir míos los atardeceres desde el Tibidabo donde parece que el mundo empieza y termina... No quiero, y me duele. Me duele Cataluña. Me duele como una hermana que se enfada y se marcha dejando la habitación vacía y sin dar explicaciones. Una hermana de la que has estado orgullosa toda tu vida.
Y saben lo más triste, que cuando yo me iba impregnando de ese amor por Cataluña, lo hacía sintiéndome española. Sin diferencias, sin matices, con una sola bandera. La de España.