La pandemia global ha puesto de manifiesto la contradicción entre la ilusión de seguridad y permanencia del capitalismo y el cambio de las condiciones de vida en nuestro mundo. Por ello resulta acertado decir que, ahora sí, entramos en una nueva época, en la que estamos obligados a crear una alternativa que garantice los derechos de las personas y la sostenibilidad del planeta.
La globalización hizo posible una expansión de los mercados que parecía no tener límite. La monetarización de la economía, (atentos a las estrategias macroeconómicas que va a poner en marcha Estados Unidos, imprimiendo e inventando todo el dinero que precise), transformó el papel moneda en una suerte de artilugio alquímico que hacía que los recursos de cualquier lugar del mundo manaran sin cesar, como si esos recursos no respondieran a una realidad física, relacionada con los derechos de los trabajadores y trabajadoras o con los límites biosféricos.
Y en eso estábamos, hasta que apenas hace unos meses, el Covid-19nos sacó del sopor de la globalización, recordándonos que en España, en Italia, en Francia o en Brasil no hay capacidad para producir mascarillas o respiradores, por ejemplo.Poniendo encima de la mesa la brutalidad de los valores que se esconden bajo el glamourde los “bisnes”,como lo demuestra la actuación de “países amigos”, que en el propio aeropuerto recompraban suministros sanitarios, hurtando material valioso a quien lo había adquirido con antelación y transformando las relaciones internacionales en una selva despiadada. Dejando en evidencia que los mismos servicios públicos golpeados por la horda conservadora, han sido el único escudo cierto para rescatar a la sociedad y de su cruel abandono. O, por poner otro ejemplo más, indicando que este proyecto europeo adolece de un espíritu mercantilista que ensancha la diferencia entre el sur y el norte.
Todo ello, lejos de desanimarnos, debe hacernos entender que es más necesario que nunca extraer lecciones imprescindibles para establecer las bases de una forma de habitar el planeta y de habitarnos a nosotros mismos muy diferentes a las que conocemos.
Es imprescindible desglobalizar. Volver a anclar en el territorio una economía descentralizada que responda a las necesidades de ese territorio, manteniendo en común una visión macro de sostenibilidad y justicia social.
No podemos plegarnos a una UE construida a golpe de mercado y donde el concepto de solidaridad se arrumba en el frío jarrón de lo simbólico.
Los servicios públicos deben crecer, porque sólo ellos garantizan que los derechos de la sociedad se respeten. La vivienda, la salud, la educación, la alimentación, son derechos superiores que deben estar por encima de las leyes del mercado.
A esta pandemia, como bien es sabido, sobrevendrá una crisis económica de magnitudes que, como señala la OIT, serán, ya lo están siendo, tan astronómicas como dramáticas, por ello es perentorio asumir una nueva forma del reparto del trabajo.
El peso de la reconstrucción debe ser un campo compartido también por los agentes privados, y ello pasa porque de una vez por todas, demos todo el apoyo a los autónomos y pequeños productores, no permitiendo a las grandes empresas y compañías que retornen a la estafa de privatizar sus beneficios y socializar sus pérdidas.
¿Porqué no aprovechar para salir mejores de esta crisis, ampliando derechos y pactando una tregua con nuestro planeta? La sociedad ya lo está haciendo, ojalá los gobiernos sigan el mismo rumbo.
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