Opiniones de un payaso

En defensa del pragmatismo

En política, el pragmatismo debe estar por encima de los maximalismos y, por tanto, de los principios inamovibles que no estén directamente relacionados con...

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En política, el pragmatismo debe estar por encima de los maximalismos y, por tanto, de los principios inamovibles que no estén directamente relacionados con un posicionamiento ético, aunque suene esto un tanto cínico. Por la muy simple y llana razón de que la política, como suele decirse, es el arte de lo posible y para hacer realidad lo posible no queda otra que ser pragmáticos, independientemente de que como aspiración superior se mantenga en el horizonte lo utópico, lo imposible.
Con la fidelidad proverbial a sus propios principios ideológicos un responsable público puede –perdóneseme la expresión– llegar a correrse de gusto, pero aquellos a quienes se supone sirve y representa, esto es, los ciudadanos, les vale de muy poco. Un actor político no ha de comportarse como un mártir de sus ideas y valores, sino como un gestor y administrador solvente que resuelve los problemas y mejora la vida de la gente. Lo demás no son más que zarandajas. Ganas de venderse como el protagonista de una falsa epopeya moderna o, para que se me entienda, como el salvapatrias de turno. Lo que voy a afirmar justo a continuación creo que lo he escrito ya en alguna otra ocasión, no recuerdo si tomándolo prestado de alguien, pero, en cualquier caso, viene muy a cuento que lo reitere.  Lo importante no es que conquistemos el cielo, sino que nos libremos al menos de los infiernos.
En lugar de enrocarse en su posición, el responsable público ha de ser flexible y modificar su opinión si las circunstancias lo exigen, aun estando cargado de razones filosóficas, escatológicas, morales o de la índole que sean. Morir con las botas puestas, como les sucediera al General Custer y a los soldados de su Séptimo de Caballería, es cosa de película de indios. Y no es que esté yo haciendo en estas líneas una loa de Maquiavelo. Rectificar es de sabios. Perseverar en el error a sabiendas, de gilipollas cegado por la soberbia, que es la peor de las imbecilidades y, además, tiene hasta delito.
Para ilustrar esta aseveración siempre recurro al mismo ejemplo. Supongamos que Nicolás Maduro, presidente de Venezuela, está en posesión de la “verdad”. Supongamos que la culpa de la crisis y el desastre que sufre su país es de los malditos yanquis, del perverso Rajoy y de las malignas fuerzas del capitalismo internacional. Pues bien, si es así, razón de más para que, como dirigente de un estado que tiene en sus manos el destino de millones de personas, dé su brazo a torcer y, una de dos, cambie su acción de gobierno –por el bien de los venezolanos– o –quizá mejor– se vaya a hacerse la puñeta a sí mismo a algún lugar perdido del Sáhara, el Desierto de Gobi o la Selva Amazónica a practicar, recreándose en su ortodoxia, el onanismo. Porque no está a su alcance acabar con los malvados conspiradores extranjeros y, al final, quien padece las consecuencias de su empecinamiento por salvaguardar el régimen que encabeza para seguir en el poder son sus paisanos. Y porque lo auténticamente inmoral y recriminable es que esté conduciendo a su pueblo al borde de una guerra civil, por muy iluminado y legitimado que esté o se sienta. Un estadista decente, y que se precie de verdadero patriota, jamás llegaría a tales extremos.
En política, y a la historia no hay más que remitirse, asumir una actitud pragmática resulta mucho más útil, prudente y beneficioso para la sociedad que postularse como héroe y terminar como villano. Excepto para los amantes de la tragedia.

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