Canción triste de las gañanías

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  • Imagen de una de las viejas gañanías, presidiendo la campiña jerezana.
Cuando el paseante o el viajero recorren los hermosos paisajes de la campiña o cuando se acerca a conocer la rica arquitectura popular de nuestras casas de viña, haciendas y cortijos, no suele reparar en quiénes hicieron posible que nuestros campos dieran fruto y riqueza. Hemos olvidado la deuda histórica que nuestra tierra tiene con los gañanes, con tantos jornaleros del campo a los que no se han levantado monumentos en plazas ni avenidas.

En un libro de reciente publicación, Flamencos de Gañanía, la escritora y periodista Estela Zatania rescata, en un trabajo casi antropológico, el cante flamenco de muchos cortijos del entorno del bajo Guadalquivir (La Zangarriana, La Torre, La Mariscala, Espartinas…) en los años de la posguerra. Como un bálsamo, el cante servía aquí para aliviar las difíciles condiciones de vida que muchas familias compartían en las gañanías, donde la única diversión era el flamenco. Sin embargo, durante muchas décadas, como telón de fondo al duro trabajo de los jornaleros del campo, la única copla que se escuchó en las gañanías fue una canción triste, que hablaba de sufrimiento, de trabajo duro, de miseria y de injusticia.

Diego Caro, en su obra Burguesía y jornaleros. Jerez de la Frontera en el Sexenio Democrático (1868-1874), se refiere así a la dura vida de los trabajadores de los cortijos de nuestra campiña: “En 1850, la sección de Agricultura de la Sociedad Económica de Amigos del País de Jerez, en respuesta a una encuesta del Ministerio de Comercio, Instrucción y Obras Públicas describía así la comida que ingería el jornalero que trabajaba en los cortijos: come todo el año miga caliente o fresca de pan, ajo, pimiento, mal aceite, vinagre fuerte, y duerme en cama dura. Cincuenta años después, las condiciones de los trabajadores de los cortijos habían cambiado poco según se desprende de la Memoria sobre las condiciones sanitarias de Jerez de la Frontera redactada en 1894 por el ingeniero y vocal de la Junta de Sanidad, Gumersindo Fernández de la Rosa, en la que señala que “rarísima vez come otra cosa que el pan llamado de ginete, aderezado en los interminables gazpachos fríos o calientes con aceite y vinagre”.

De las condiciones de vida del jornalero en las gañanías del primer tercio del siglo XX, Blas Infante, el padre de la patria andaluza escribió: “Yo tengo clavada en la conciencia, desde mi infancia, la visión sombría del jornalero… Los he contemplado en los cortijos, desarrollando una vida que se confunde con la de las bestias; les he visto dormir hacinados en sus sucias gañanías, comer el negro pan de los esclavos, esponjando en el gazpacho mal oliente, y servido, como a manadas de ciervos en el dornillo común, trabajar de sol a sol, empapados por la lluvia en el invierno, caldeados en la siega por los ardores de la canícula…”.

En parecidos términos se manifiesta también el conocido hispanista Gerald Brenan en su célebre obra El laberinto español (1943). Refiriéndose a la dura vida de los obreros del campo y las gañanías apunta: “En la sementera y la recolección, es decir, durante una serie de meses, los jornaleros se ven precisados a abandonar a sus familias y dormir en los vastos cortijos, distantes a menudo quince o veinte kilómetros del pueblo. Allí duermen, en ocasiones hasta un centenar, juntamente hombres y mujeres, en el suelo de una gran pieza llamada la gañanía, con un hogar al fondo. El amo les aporta la comida, la cual, excepto en la época de siega, en que se le añaden judías, consiste exclusivamente en gazpacho, una especie de sopa de aceite, vinagre y agua, con pan flotando por encima. El gazpacho se toma caliente para desayuno, frío a mediodía y caliente otra vez por la noche. A veces, a esta dieta de pan de maíz y aceite, se añaden patatas y ajo. Cuando es el amo el que proporciona la comida, los jornales rara vez suben de 1,50 pesetas, por cuya cantidad hay que trabajar una jornada de doce horas, con descansos. Tales condiciones de vida en la baja Andalucía, descritas por primera vez por Blasco Ibáñez en La bodega, y más tarde por Marvaud y otros investigadores, no han cambiado de modo apreciable; de ello puedo dar testimonio por mi experiencia personal”. Dejamos para una próxima ocasión la visión que Blasco Ibáñez recoge en su conocida obra La bodega.

Sin embargo, para confirmar todas estas descripciones, nada más rotundo que el estudio realizado por Juan Cabral y Antonio Cabral sobre Las gañanías de la campiña gaditana 1900-1930, donde tras una introducción en la que se aporta la visión de las condiciones de vida de los jornaleros a la luz de los estudios de testimonios de Ramón de Cala, Blasco Ibáñez, Ángel Marvaud o Gerald Brenan, analizan el estado de las gañanías de 72 cortijos de Jerez (y 11 de Arcos) en los años 1931-1932, tomando como referencia la información proporcionada por la Inspección de Sanidad del Ayuntamiento de Jerez.

Las conclusiones resultan reveladoras y ponen en evidencia el mal estado de las dependencias que los propietarios de cortijos destinaban a los obreros y de las difíciles condiciones de vida que debían éstos soportar y que, a decir de los autores, “…no sólo confirman las descripciones de los contemporáneos sino que avalan las visiones más negras y pesimistas de Blasco y Dobby."

En recuerdo de aquellos jornaleros del campo, de su explotación y de sus penosas condiciones de vida, cuando recorremos la campiña, en torno a Jerez, cada vez que estamos ante una gañanía, sentimos un profundo respeto.

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