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Notas de un lector

Porque el amor es uno

Carlos Javier Morales anuda la luz de su verso a un tiempo y a un espacio comunes, en donde celebrar la fidelidad que une desde nuestra humana condición

Publicado: 22/05/2024 ·
12:06
· Actualizado: 22/05/2024 · 12:06
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Autor

Jorge de Arco

Escritor, profesor universitario y crítico. Académico de la Real Academia de San Dionisio de Ciencias, Artes y Letras

Notas de un lector

En el espacio 'Notas de un lector', Jorge de Arco hace reseñas sobre novedades poéticas y narrativas

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En 2020, Carlos Javier Morales daba a la luz “El corazón y el mar”. Era este el octavo poemario del autor tinerfeño (1967) y en él, se adivinaba una incesante resurrecciónque servía de guía a todo cuanto se alumbraba en derredor de lo vivido y por vivir. El yo lírico no ocultaba en ningún momento suintención de celebrar su verdad y su acordanza. Y todo ello, mirando de frente hacia unas aguas que iban allende de sus propias fronteras y actuaban como cómplice bálsamo: “Apoya tu cabeza en esta roca/ y oye el rumor del tiempo;/ el tiempo de las olas que rompen junto a ti,/el tiempo más real, tiempo del mundo./ Duerme tendido en esta roca;/la que no sabe nada/ de tu dolor,/ de tu cansancio,/ del tiempo solitario en que has vivido”.

Ahora, en este “cuerpo humano” que se mira en su pasado y su mañana, su voz retorna para contar la certidumbre de unas aguas que son cobijo imprescindible, incomparable: “Cántale al mar, poeta,/ lo mucho que has soñado/ lejos de sus orillas./ Cántale porque  hoy/ la realidad es más alta y más profunda (…) Sólo los dos, amantes/ sabréis bien quienes sois/ y haréis el mundo nuevo/ que seguirá cantando por sí mismo”.

Dividido en tres apartados, “Nuestros cuerpos”, “El cuerpo de los otros” y “Cuerpo mortal”, Carlos Javier Morales anuda la luz de su verso a un tiempo y a un espacio comunes, en donde celebrar de manera mutua la fidelidad que une desde nuestra humana condición. A su vez, ese mar constante, latidor, se hace también símbolo amatorio frente al que avivar el corazón: “En tu cuerpo,/ de tu rostro a tus piernas/ y hasta tus pies levísimos, bailando/ se une el mundo físico/ con el mundo moral./ Porque el amor es uno y nos convoca/ a cada hora del día y la noche”.

La armonía versal, la música acordada, sostienen un conjunto donde la conciencia del yo lírico aspira, también, a esa unión ferviente con Dios, cuyo gozo derramado sea candente realidad. Frente a Él y junto a Él, no hay miedo sino dicha, no hay temor, sino llama: “Tu cuerpo ya glorioso sólo busca mi gloria/ ¿por qué, Jesús, Dios mío, te empeñas en amarme?/ Es lógico que piense en el hoy y en el mañana/ es natural que siga viviendo en este mundo./ Pero no es nada lógico, Dios, que tú me quieras tanto/ y me quieras tan tuyo como tu ser eterno”.

En suma, estamos ante un poemario edificado sobre la arena de los días, sobre las mareas de la existencia, sobre el universo infinito si efímero, sobre la voluntad inquebrantable de querer ser ola, ser cielo y tierra, sobre la íntima verdad de sabernos semilla de otro futuro, claridad de una senda compartida: “Porque en cada paseo la vida ya se cumple:/ no importa cuándo empieza o cuándo acaba./ Sólo un camino para hacerlo juntos”

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