El título en castellano es
El negocio del dolor, y tal vez sea más ajustado al argumento de la película: el caso real de una empresa farmacéutica que logró millones de dólares en beneficios, e incluso llegó a cotizar en bolsa, a partir del éxito de un medicamento destinado a calmar el dolor a pacientes con cáncer avanzado y que utilizaba como principio activo el fentanilo. Un éxito que fue a más desde el momento en que comenzó a recetarse a personas con todo tipo de dolores y a las que le iban estupendamente las dosis hasta que empezaban a aparecer los efectos secundarios y surgieron las primeras denuncias.
El título español, ya digo, es más ajustado que el original,
Pain Hustlers (Estafadores del dolor), entre otras cosas porque parece querer emplearlo para remitir a una especie de subgénero, el de
películas basadas en “estafas reales”, por muy inverosímiles que parezcan sus historias, y a las que pertenecen
La gran estafa, La gran estafa americana, Gold (la gran estafa), La estafa (Bad education) -todas ellas estrenadas en la última década y bajo similares componentes narrativos a partir del uso diferenciado del flashback-.
A ellas habría que sumar dos títulos más, ambos del cineasta
Adam McKay, la excelente
La gran apuesta y
El vicio del poder, porque es quien verdaderamente incurre en cierta renovación del lenguaje cinematográfico a la hora de abordar historias basadas en hechos reales.
Las citas no son gratuitas, ya que
El negocio del dolor no solo quiere reivindicar un puesto de privilegio entre las primeras, sino que aspira a copiar el estilo de McKay, y lo que consigue es una película simplona y mil veces vista que solo se sostiene por el papel protagonista de
Emily Blunt, muy mal acompañada por un insufrible
Chris Evans y un acomodado
Andy García.
A su responsable tras la cámara,
David Yates, forjado
en las sagas de Harry Potter y Animales fantásticos, la historia y el estilo le vienen grandes, y apenas le alcanza para mostrar pretenciosidad en esta fallida e impersonal película a la que, por otro lado, le cuesta arrancar y solo funciona como entretenimiento en su segunda mitad, cuando se van precipitando los acontecimientos, y como testimonio de la falta de escrúpulos de la industria farmacéutica, mientras intenta preservar la supuesta integridad moral de su protagonista.