Lebrija es para el flamenco como la caja negra para un avión, si todo se fuera al traste tendríamos que acudir hasta ella para comprenderlo todo. Así ha quedado nuevamente latente en la Caracolá que tiene al cantaor Pepe Montaraz como homenajeado y a un pueblo entregado a la cultura jonda, para que siga creciendo en dignidad y prestigio.
Y lo hacen como saben, respetando a los que merecen esa admiración en una apuesta por escucharlos y hacer que se les escuche. A Lebrija hay que ir a poner los pies en la tierra y dejar de volar ante esa necesidad de toparse con una estrella jonda. Nada de eso, en Lebrija hay que bajarse de la nube porque no hay fantasía, hay realidad.
Inés Bacán ofreció en la noche del miércoles, 12 de julio, en la recta final de la programación, un recital de cante con el que destruyó a cualquier esquema establecido por el aficionado acostumbrado a lo contemporáneo, que no digo moderno. Hoy, hechos a ver a los mismos nombres en la mayoría de festivales de verano, como también pasaba en décadas atrás que todo hay que decirlo, aplaudimos la presencia de perfiles como el de Inés. Su cante no suena para divertir, es la máxima expresión de su interior.
Al escenario sube una matriarca gitana que al sentarse en su silla se hace reina, y la silla, trono. Todas las miradas las recoge Inés porque impone su estampa solemne y seria, aunque luego sea simpática y cercana. Pero en las tablas todo forma parte de un ritual nada superficial y la cantaora sabe que debe dar lo mejor de sí porque no solo se la juega ella sino que el peso de su sangre. El recuerdo de su saga la sigue persiguiendo. “Viva mi pare y mi mare”, llegó a decir casi al finalizar su aparición en la Plaza del Mantillo.
Es todo corazón y nobleza, y hasta se disculpa después de cantar una letra que dice: “ay qué fatigas pasé/ con mi sobrino herido/ huyendo de los gaché”. Al terminar la ronda de tientos reconoció que “ellos lo cantaban así, perdonarme por la letra”. Se rio y nadie se enfadó, lógicamente.
Antonio Moya fue quien la acompañó a la guitarra y no paraba de llorar, y hasta soltó un olé que recogió su micrófono perfectamente. Inés es blanco o es negro. Habrá gente que no entienda su cante “porque no pego chillidos”, como comentó en una entrevisto que me ofreció en su día. Y es que a Inés, o a su cante, no hay que intentar entenderlo sino dejarse cautivar por él y profundizar hasta llegar a las raíces del recuerdo. Ante el micrófono no se esconde y lleva su voz a las cotas más altas de sus posibilidades, con la mesura que le obliga su corazón. Son sus brazos y manos batutas musicales que dibujan pentagramas en el aire y nos marca el compás. Casi no abre los ojos cuando está cantando, posiblemente en el interior todo sea oscuro y ella lo prefiera. Por seguiriyas se rompe en llanto y recurre a lo más mundano y carnal.
Como dijo el presentador, Manuel Martín Martín, que horas antes había desgranado con maestría la historia del clan Pinini desde el patriarca Fernando Soto Peña hasta la actualidad, “en Lebrija o se sale por la puerta grande o por la enfermería” e Inés se coronó como pocas veces lo había hecho en su tierra. Fandangos por soleá, cantiñas del Pinini con amplio dominio de los bajos, soleá a ritmo y hasta un martinete de pie completaron su magnífica presentación en la que la definimos como pulmón del cante de Lebrija. ¿Os imagináis a Inés haciendo dobletes? Ni mucho menos. Como anécdota, al bajarse del escenario tomó un taxi porque viajaba hasta Lyon para seguir hincando bandera con el escudo de su casa.
La Caracolá está cosechando éxitos cada una de sus noches, como en el homenaje a Juan Peña Lebrijano, con sus músicos y su gente, para el recuerdo, trabajado y emocionante, un José Valencia en estado de gracia… y lo que queda. Enhorabuena a su comisión organizadora y al delegado de Cultura, Pepe Martínez, por el gran trabajo realizado.
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