El ojo de la aguja

Plantar un árbol

Escribir un libro, tener un hijo, plantar un árbol. Unas máximas consoladoras en el caminar desosegado de nuestra existencia

Publicado: 17/06/2019 ·
11:58
· Actualizado: 17/06/2019 · 11:58
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Autor

Juan Bautista Mojarro

Mojarro es un veterano articulista onubense, escritor y poeta. Ha trabajado y colaborado con casi todos los diarios onubenses

El ojo de la aguja

Un viaje por el pasado de Huelva, sus barrios, sus personajes ilustres y anécdotas, además de sus reflexiones sobre el devenir de la sociedad

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Escribir un libro, tener un hijo, plantar un árbol. Unas máximas consoladoras en el caminar desosegado de nuestra existencia. Un cierto indicador que va marcando, de una o de otra forma, pautas y logros en la andadura convulsa de nuestras vidas. Diríase que estadístico recuento momentáneo de lo que se pudo hacer y no se hizo por las circunstancias que rodean a todo ser humano. Tal vez complacientes metas de aquellas que sin haberse implicado en unas de estas lecturas, sirven muy y mucho para mirar hacia nuevos horizontes más esperanzadores, frente a la caída confusa de un mundo desarbolado, repleto de contradicciones y falto en totalidades psíquicas para procurar que la humanidad pueda ir superando su continuidad y la de las demás especies.

De estas máximas que aludimos al comienzo, me quedo con la del árbol, sin obviar la del hijo y la de escribir, porque esto último es algo que, aunque muchos no lo crean, forma parte de mi existencia desde que tengo uso de razón. Aunque uno comenzó desde niño con el dibujo y la pintura, fui sustraído por la escritura de manera total por una sencilla razón, tal vez por pulcritud, o quizás porque escribiendo entendía que con la palabra, podría siempre comunicarme más fácilmente en cualquier parte y con mayor prontitud que con el mensaje que pueda transmitir una pintura, por mucho poder de ingenio que tuviese la misma. Con la pintura entendí que quedaba hecha, pero se tenía que ir a verla, por arrinconada o por colgada. La palabra contaba con dos grandes ventajas, la hablada y escrita, con ambas se podía manifestar el ser humano mejor, de la misma manera que también entendido que en todo tipo de arte habido y por haber.

Lo del árbol es distinto, de ahí mi primacía por la elección, porque es el símbolo de la continuidad de la vida y del planeta tierra. Un árbol es el referente de la lluvia, de las estaciones del año, del mar y de la montana, de la luz y de la sombra, de las lluvias y de las tormentas, del paso del tiempo, de la naturaleza que empapela al planeta. Un árbol, como todo lo que tiene vida, siente, vive, se alegra frente a los rayos solares al despertar el día, o frente a las tan necesitadas lluvias para la subsistencia. Un árbol es naturaleza, como lo es la propia piedra con la que tropezamos, que también tiene su funcionalidad en el planeta.

Y todo viene a cuento de las veces que hemos presenciado entre escolares en la localidad costera de Punta Umbría plantaciones de árboles, campañas atraídas por ese fenómeno connatural que nos conduce y que pretende ejemplarizar para que puedan tener continuidad en los dirigentes de la humanidad, ahora que nos hallamos confusos y casi al límite. Y me quedo con el árbol, porque aunque no lo crean, no resulta nada fácil sembrarlo, hay que saber plantarlo. Yo lo he hecho y la verdad es que produce una extraña pero al mismo tiempo benefactora sensación de alumbramiento. Finalizada la operación, se contempla y las hojas se yerguen y mueven, como la señal de un  agradecimiento que solo sabe entender el idioma del aire en movimiento. 

 

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