Isidore Ducasse (1846-1870), cuyo nom de plume fue Comte de Lautréamont, tan sólo veinticuatro años de vida, nacido en Montevideo, donde su padre era diplomático y donde permaneció hasta cumplidos los trece, cuando pasó a Francia para dar continuidad a una biografía cercada de brumas y escribir una de las obras más peculiares y excéntricas de la literatura, como Los Cantos de Maldoror (1869, el primer canto; 1890, edición completa); qué decir, repito, que ya no se haya dicho, sobre todo desde que los surrealistas monopolizaron a Ducasse como un tótem antecesor, haciendo de Los Cantos un evangelio de la depravación, por su encomio de la maldad, sus biliosas antropofobia y teofobia, su imaginario satanista y dantesco, la siniestra belleza de su lenguaje y su imperecedera polisemia; y también el humor cínico y negrísimo. En 1917, durante la guerra, Louis Aragon y André Breton fueron destinados como médicos auxiliares en el hospital Val-de-Grâce “y se presentaban voluntarios a hacer guardia por las noches, sabiendo que era el único momento en que tendrían tiempo para leer. Las sirenas de los aviones y los gritos de los enfermos completaban un marco ciertamente adecuado para adentrarse en la historia de Maldoror”. Lautréamont, subvertidor por excelencia, cuyo influjo desde entonces fue universalmente irresistible, ocupó un lugar privilegiado junto a Sade, Swift, De Quincey, Baudelaire, Rimbaud o Jarry en el panteón del Surrealismo. Quizás Maldoror encarna como ningún otro texto las inquietantes y proféticas palabras con las que André Breton cierra su relato Nadja de 1928: “la beauté será CONVULSIVE ou ne será pas”; y si hay una ideología identificativa de estos poemas en prosa de Lautréamont es la antropofobia, incluso más que la teofobia; porque es la repulsión hacia todo lo humano el sentimiento que anega su escritura, tanto en el concepto monstruoso como en la crispada forma lingüística, por medio de un extremismo legatario de Sade y de la tormentosa noche romántica. Y es que la liturgia ocultista de Los Cantos no podía ser otra que la supuestamente satánica, la que suscribe el mal con plétora de conciencia sin recusar una dimensión sociopolítica, como expone Mircea Eliade: “Desde Baudelaire y Verlaine, desde Lautréamont y Rimbaud hasta nuestros contemporáneos André Breton y sus seguidores, muchos artistas han utilizado el ocultismo como un arma poderosa en su rebelión contra la sociedad y la ideología burguesas. Rechazaron la religión, las convenciones sociales, la ética, la estética de su tiempo. Algunos no sólo eran anticlericales, como la mayoría de los intelectuales franceses, sino anticristianos; rechazaron de hecho todos los valores judeocristianos, así como los ideales grecorromanos y los del Renacimiento. Estaban interesados en las sectas gnósticas y otras sociedades secretas no sólo por su conocimiento oculto sino también porque habían sido perseguidos por la Iglesia. Buscaron en las tradiciones ocultistas elementos precristianos y preclásicos (prehelénicos), es decir, métodos de creación y valores espirituales egipcios, persas, indios o chinos. Concibieron sus ideales estéticos basándose en las artes más arcaicas inspiradas en la revelación «primordial» de la belleza”. Según Bachelard, en la poesía irrefrenablemente violenta de Ducasse yace una “fenomenología de la agresión”; pero “sería un error, por otra parte, imaginar la violencia ducassiana como una violencia desordenada que se embriaga en su exceso. Lautréamont no es un simple precursor del «paroxismo»”, pues más allá de la confusión demuestra la capacidad de gestionar el impulso agresivo y “no se congela en su misma energía. Conserva eternamente la libertad, la movilidad, la decisión”. Bachelard distingue el primitivismo de Los Cantos, un “primitivismo como jerarquía nerviosa”, la cual gira en torno a un grito que está en el origen de todas las voces que pueblan el mundo de Maldoror: “Todo se articula en el cuerpo cuando el grito —él mismo inarticulado, pero maravillosamente simple y único— dice la victoria de la fuerza”. La lengua de Lautréamont se autoalimenta de su propia exasperación: “El bosque se ha tornado augusto como una tumba por la presencia nocturna del infortunado hermafrodita. ¡Oh viajero perdido!, por tu espíritu aventurero, que te ha hecho abandonar a tu padre y a tu madre desde la más tierna edad; por los sufrimientos que te ha causado la sed en el desierto; por tu patria que acaso buscas, después de haber vagado proscrito largo tiempo, entre las comarcas extranjeras; por tu corcel, tu fiel amigo, que ha soportado contigo el exilio y la intemperie de los climas que te hacía recorrer tu humor vagabundo; por la dignidad que dan al hombre los viajes por tierras lejanas y mares inexplorados, en medio de los témpanos polares o bajo la influencia de un sol tórrido, no toques con tu mano, como si fuera un estremecimiento de la brisa, esos bucles esparcidos por el suelo que se mezclan con la verde hierba”. (Canto II). No Dios —que para Ducasse no existe—, sino la imagen institucional y tópica de Dios es la que aparece grotescamente degradada, símil de abyección impasible y crueldad gratuita: “Al no encontrar lo que buscaba, levanté mis párpados asustados más arriba, aún más arriba, hasta que percibí un trono formado de excrementos humanos y de oro, sobre el cual se pavoneaba, con idiota orgullo, el cuerpo, envuelto en un sudario hecho con sábanas sin lavar de hospital, de aquel que se denominaba a sí mismo el Creador. Tenía en la mano el tronco podrido de un hombre muerto, y lo llevaba, alternativamente, de los ojos a la nariz y de la nariz a la boca; una vez en la boca, se adivina que hacía con él. Sus pies se hundían en un vasto charco de sangre en ebullición, en cuya superficie se alzaban bruscamente, como tenias a través del contenido de un orinal, dos o tres tímidas cabezas que volvían a sumergirse en seguida con la rapidez de una flecha: un puntapié bien aplicado en el hueso de la nariz era la conocida recompensa por incumplir el reglamento, dada la necesidad de respirar otro ambiente, pues, en modo alguno, esos hombres no eran peces”. (Canto II).
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