Gabrielle Buffet, esposa entre 1909 y 1930 de Francis Picabia, afirmó, en la introducción a la obra de su marido titulada J
ésus-Christ rastaquouère (1920), que "La etapa Religión de la humanidad toca a su fin— la etapa Arte igualmente". Era el terror Dadá. En 1920 Picabia también había publicado su
Manifeste Cannibal Dada.
Sobre demasiados cadáveres prosperan negocios lucrativos, se levantan grandes industrias. La extinción del arte fue una hipótesis del más de lo mismo que nunca asustó a nadie. Las sectas de Trimegisto dedicadas a esta teosofía hermenéutica se entretienen llevando lechuzas a Atenas. Su espacio natural es ese flujo de energía oscura interpuesto entre la metaficción y la mediumnidad, donde la inexistencia es reivindicada como razón suficiente de lo inexpresable. Un experto en
creer que se cree lo llamó "ontología de la decadencia" en la era postmetafísica. Puede que el cotizado agente doble Vattimo no sea un genio; porque, como él ha proclamado a voz en grito y a los cuatro vientos, eso ya es irremediablemente imposible; pero es sin duda un postgenio; y su obra, como la de Barthes, Lacan, Derrida, Foucault o Deleuze, alcanza ya una altura épico-lírica en el nivel del ectoplasma. Como Nietzsche y Heidegger: sus mentores. Todos son rentables.
El
poltergeist del deceso del arte, siempre acompañado de su desorganizada y mal avenida galería de fantasmas, no abandona en ningún momento el subconsciente teórico ni el de la praxis. De hecho, se inserta en la próxima conflagración: en la siguiente
ekpýrÅsis.
En el terreno literario, este adiestramiento escatológico es similar, con las lógicas variaciones, al que se da en el resto de
die Künste. En comparación con las artes plásticas, por ejemplo, la literatura se traumatiza con más facilidad que aquéllas por los disturbios que la agitan; produce un exorbitante volumen de discursos especulativos indecorosamente al servicio de los escolasticismos de academia, es más propensa al estancamiento, a la esclerosis, a la reiteración, a la predicción del pasado. "Toma lo que quieras y paga por ello, dice Dios".
Así habla la escritura: “sin mí no podéis hacer nada”. La socialización de una doctrina fideísta, como emergencia de la cultura comunitaria, consagró —en los siglos— un sometimiento sacramental a la escritura elaborada
literatamente, cuya metáfora clínica no puede ser más que la de una bulimia purgativa, es decir, con emesis compensatoria. En la
culture-monde, esta farsa en torno a la literatura ha tenido un crecimiento exponencial.
La
literata se ha implantado como materialización de un ideal estacionario. Un cordero siendo por dentro un lobo.
Hoy el escritor —su satisfacción, pero también su intranquilidad— parece estar a la vez más cerca y más lejos de la fementida autoridad que socialmente se le adjudica y que es fruto de la consabida farsa. Si la blasfemia contra la literatura se diluye en el infantilismo, también se diluye en la chochez la actitud, evidentemente más extendida, que se pretende contraria. Ambas posiciones adolecen de un idéntico enardecimiento delirante que proviene de la obsoleta trascendentalización de la literatura y del sujeto que la hace, el cual, como el Anticristo en la mentira de su poder, no es capaz de salvarse a sí mismo.
El ‹‹argumento›› de la escritura como arte se identifica como una variante alotrópica de aquel otro célebre del
Proslogion de Anselmo.
Capitulum II Quot vere sit Deus.
Vide infra.
Debido a la profunda transformación sufrida por la posthumana conciencia temporal —distorsión del cómputo cronológico y alteración de funciones adyacentes—, la parábola de la postliteratura, que ya ha tenido un recorrido más o menos considerable, ofrece ahora, tanto al postescritor como al postpúblico, un aspecto ocasionalmente prometedor y un lado incidentalmente amable en esta modernidad tardía, líquida y posthistórica de Bauman; en esta hipermodernidad tecnocapitalista y neofílica de Lipovetsky.
¿A posteriori de esa "transformación" de la conciencia temporal enfrentada al sobrevértigo histórico y a la caótica percepción del presente?