Vivimos unos tiempos en el que discernir la verdad de la mentira cuesta tanto como encontrar el día marcado para recuperar nuestra vida, la anterior, la que disfrutábamos antes de que comenzara esta maldita pandemia. Una época en la que nada parece ser lo que es, ni nada de lo que se dice tiene la razón de ser. La desinformación y las creencias en que todos intentan imponer su discurso, se impone ante el vacío humano.
Ese desamparo terrenal latente tiene su cercanía ante lo espiritual. Se marchó la Semana Santa más auténtica y más mística. Sin las procesiones, lejos de apaciguar la Semana de Pasión, ha repuntado como nunca las visualizaciones de cofradías, las misas online y el acercamiento a la Iglesia, precisamente, cuando más lejos físicamente estamos de ellas.
Ante tanto desconcierto y tanto desastre generalizado en la gestión de la crisis sanitaria, despunta, y de qué manera, la solidaridad y el papel social, ejemplarizante y cercano que ofrecen los colectivos religiosos.
Ahora reluce y se focaliza mucho más ante la necesidad acuciante de encontrar una respuesta rápida y humana que de otra manera costaría hallar entre tanta burocracia establecida y ante tanto fraude institucional instaurado.
La labor de las Hermanas del Espíritu Santo no es ni circunstancial ni nuevo ni impuesto por el coronavirus; así llevan desde que se instalaron en la ciudad. El ofrecer ese respaldo tan necesario, ese alimento y ese cariño hacia el prójimo y siempre huérfano de lo más elemental, hace que las Hermanas vean ahora como una ciudad entera desea recompensar con la máxima distinción.
La Medalla de Oro reconoce que la razón de ser de la Congregación y su compromiso social va más allá. Nos unimos en su petición por el desempeño de toda una vida con los más desfavorecidos y dar respuesta y solución sin pedir nunca nada.
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