El egoísmo es uno de esos males que los médicos de cabecera aún no son capaces de recetar porque saben mejor que nadie que no existe fármaco o receta con la que erradicar ese mal endémico. Por mucho que se quiera evitar desde pequeño, el que nace con esa mancha sobre la piel sabe que jamás podrá ocultarla bajo ningún tatuaje.
Forma parte de nosotros desde que el mundo es mundo, compartiendo latidos y circulando junto a la masa de nuestra sangre, ganándonos terreno de manera silenciosa y cauta cada vez que despedimos a una nueva primavera.
Sabemos muy poco de él, pero él sabe mucho de nosotros. Suele aparecer disfrazado de cualquier forma, de cualquier hechura, revoloteando en nuestras tertulias, en nuestros odios más personales, en nuestras sonrisas más maliciosas; respira de nuestro café, concilia el sueño en nuestra cama, pone en nuestros labios nuestros pensamientos más sinceros; provoca que mastiquemos envidias, pisa cabezas que creemos innecesarias, se alimenta de nuestra debilidad humana.
Los que lo padecen, a simple vista, son personas normales y corrientes, como usted y como yo, que viven alejados de la polémica y de señalarse ante nada ni ante nadie, no solo por egoísmo, sino por pura comodidad social… hasta que un día el globo de la paciencia estalla en su misma cara, mostrándonos la de verdad.
Ahí es donde el egoísmo abre la cerradura del rencor, del individualismo, del narcisismo,… y fomenta esa estúpida premisa de la posesión y de la creencia de que lo mío es sólo mío por la gracia Divina. ¿Quieren un ejemplo de todo esto?
Recuerden lo que sucedió hace sólo un par de días tras un simple error humano, una simple falta de apreciación, una simple equivocación sin más sobre nuestras pantallas de televisión acerca de la localización exacta de la ciudad de Jerez y la polvareda egoísta despertó de su letargo.
Fue prender la mecha y la incapacidad del ser humano para ver más allá de sus narices hizo el resto. En horas se cruzaron todos los adjetivos habidos y por haber en las redes sociales acerca de un trozo de tierra que a ninguna de las dos ciudades les pertenece en suerte, abriendo más si cabe una herida que después de que hayamos muerto seguirá en carne viva. Qué pena que los cimientos de nuestra palabra sólo tiemblen por estupideces como estas.