Lo reconozco. No doy el nivel. Cuando nací, me escurrí de las manos de la matrona, y me cogieron de rebote, contra tablero. Me cuesta hacer un puzzle de tres piezas. De mayor quiero ser como Abascal.
Sí, yo soy parte de esos malagueños inconscientes que no entendemos que la vivienda no es para vivir, sino para especular. Por eso me llevan los demonios cuando leo el precio de los alquileres, cuando escucho a jóvenes que se lamentan de que no pueden emanciparse, o me indigno cuando las excavadoras echan abajo un barrio para construir más viviendas turísticas. Todo lo que me pasa es porque no me riega bien la cabeza.
Por mi falta de seso voy a las manifestaciones en defensa del derecho a una vivienda digna. Es una manera de identificar rápidamente a todos los ingenuos malagueños, para que nuestro nunca bien ponderado alcalde nos ponga cara y se preocupe por formarnos, ya que según él esa es la causa de todos nuestros males. Porque, si hubiésemos estudiado, tendríamos la cartera hasta el borde, y el precio de la vivienda no sería un problema mayor que el del kilo de pimientos. Lo mismo mi licenciatura tiene el mismo valor que el de una etiqueta de Anís El Mono, que todo es posible.
Somos tan bobos que no vemos la oportunidad que la inmobiliaria de la esquina de nuestra calle pone al alcance de nuestra mano, dándote la oportunidad de vender tu casa para irte a vivir de alquiler y vivir de la renta, que lo de trabajar está sobrevalorado. Que lo que se lleva entre los más listos del barrio es vivir a cuenta del resto, de los tontos.
Ellos, los inteligentes, lo tienen claro. El derecho a una vivienda vendrá en la Constitución, pero es de esos artículos que están de relleno, para hacer bulto, como el de que todos somos iguales ante la ley, y otros del mismo corte. El derecho fundamental es el de vivir a costa del otro, que siempre ha habido clases. Listos y tontos.
Sinceramente, no me importa ser un iluso. Yo tengo mi propia vivienda, bueno, mía y del banco hasta dentro de unos años. Y mi tontería me lleva a empatizar con el que se deja el sueldo entero en el alquiler de un cuchitril, con el que comparte piso con otros trescientas almas cándidas.
Porque ser tonto puede que no me haga rico, pero me deja dormir sin pesadillas. Quizás eso, al final, sea lo más inteligente.
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