El ojo de la aguja

Veleros

Niños que se adentran en las aguas de la playa y señalan con el índice, fijos en el horizonte, aquel fenómeno de velas al viento

Publicado: 29/07/2019 ·
12:26
· Actualizado: 29/07/2019 · 12:26
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Autor

Juan Bautista Mojarro

Mojarro es un veterano articulista onubense, escritor y poeta. Ha trabajado y colaborado con casi todos los diarios onubenses

El ojo de la aguja

Un viaje por el pasado de Huelva, sus barrios, sus personajes ilustres y anécdotas, además de sus reflexiones sobre el devenir de la sociedad

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La tarde parecía poner el punto detenido en el ocaso. Veraneantes de todas las partes ralentizaban las últimas horas del día en la playa. Hacía calor, pero un calor intermitente, suavizado por un airecillo tenue por la lenta caída de la tarde. Tal vez por las secuencias del tan traído y llevado cambio climático tan cacareado pero que está siendo una realidad. Gentes que atisban alargando sus miradas de un lado a otro, reflexivas, apuntando a no sé qué infinitos, miradas perdidas en puntos blancos, que sincronizados, parecen sacar a más de uno o de todos, tal vez cada uno de sus pensamientos.  

Aquella tarde del estío fue totalmente blanca, movible en blancura, marcando líneas sobre el tapiz de los sinuosos aguajes que, irresistiblemente, soportaban  la presencia de unos vientos de noroeste a poniente.

Bañistas de un lado a otro aprovechando la bajamar. Paseantes de rompeolas y conchenas, cabizbajos, oteadores de nubes que pasan aisladas, receptores de saludos y de encuentros, y por encima de las gentes y del antebrazo de acumuladas piedras que se nos antoja el espigón, veleros que van y vienen, haciendo dibujos inextinguibles sobre los aguajes de la marea grande de aquella tarde. Niños que se adentran en las aguas de la playa y señalan con el índice, fijos en el horizonte, como tratando de  recoger o atraer esforzando su visión, aquel fenómeno de velas al viento. Era aquel un espectáculo sublime. Un bello contraste de movimientos y colores dominados por la movible blancura navegante, viviente como a la búsqueda del sol para atraparlo,  antes de su total escapada, y como fondo la musicalidad calmante del rompeolas.  Parecía en lontananza una marina, de las muchas de nuestro inolvidable artista Pedro Gil Mazo, pero sin la presencia de las gaviotas.

Las gentes iban y venían. Muchos detenían su paso y me confundían, porque pensaban que lo hacía para mirar la hora y, no, era también para gozar de aquel juego o reto lejano de velas en un punto divisorio del horizonte de tanta blancura. El sol aumentaba aún más su presencia de púrpura de ensueños. El blanco de los veleros se estilizaba en el conjuro de las primeras tonalidades vespertinas. Sus tripulantes, manipuladores de cuerdas y cronómetros, de esfuerzos deportivos, había momentos en los que llegaban a agrupar las velas, y se nos antojaba desde la lejanía como un solo cuerpo.

Conquistadores de miradas, coquetones, sabedores de sus luces, se colocaban más cercanos a los bañistas, cruzándose en hileras, como diciendo que ya está bien, porque el viejo sol había agachado la bandera de final de meta. Seguidamente, los veleros llegaron de vuelta hasta el espigón, dejando  atrás el confín para perderlo de vista rozando las tinieblas de la noche.

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