Gracias, Don Miguel

Publicado: 20/04/2020
Autor

Paco Melero

Licenciado en Filología Hispánica y con un punto de locura por la Lengua Latina y su evolución hasta nuestros días.

El Loco de la salina

Tengo una pregunta que a veces me tortura: estoy loco yo o los locos son los demás. Albert Einstein

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No sé si estará alguna librería abierta, pero no pierda la ocasión de leer ahora que tiene tiempo a Don Quijote. Pero léalo tranquilamente. No tiene desperdicio
Con esto del virus el director del manicomio no nos deja salir ni en broma y los locos nos estamos volviendo locos leyendo como locos. Y, como ustedes comprenderán, nuestra lectura favorita es la de un compadre nuestro que anduvo por los campos de la Mancha arreglando el mundo a su manera. Se llamaba Don Quijote de la Mancha, caballero andante de los que ya no quedan ni rastro, ni siquiera en los autobuses.

En esta semana, tal día como el 22 de abril murió su padre y autor, Don Miguel de Cervantes Saavedra, siendo enterrado el 23 de abril de 1616, por lo que se quedó como día del libro en homenaje al más grande de la literatura española. Como en España ocurre con frecuencia, aquí tenemos el vivo ejemplo de otro español excepcional que no gozó en su tiempo del reconocimiento que tanto mereció en vida.

Me han pedido los locos que escriba unas líneas dándole las gracias a Don Miguel por habernos dado un rayito de esperanza a los que padecemos el mismo afán de gloria que tuvo Don Quijote, porque al fin y al cabo todos pretendemos pasar a la posteridad y que nos recuerden en el futuro, cosa que Don Quijote logró sobradamente. Por eso, me han dicho que esta semana es su semana y que en vez de hablar nosotros, que hable él y que me calle yo. Dicho y hecho, para que no me manteen como a Sancho Panza. De modo que ahí les dejo un trocito que siempre me ha parecido maravilloso y del que nadie diría que nos llega de la mente de un loco de atar. 

Después que don Quijote hubo bien satisfecho su estómago, tomó un puño de bellotas en la mano y, mirándolas atentamente, soltó la voz a semejantes razones:

—Dichosa edad y siglos dichosos aquellos a quien los antiguos pusieron nombre de dorados, y no porque en ellos el oro, que en esta nuestra edad de hierro tanto se estima, se alcanzase en aquella venturosa sin fatiga alguna, sino porque entonces los que en ella vivían ignoraban estas dos palabras de tuyo y mío. Eran en aquella santa edad todas las cosas comunes: a nadie le era necesario para alcanzar su ordinario sustento tomar otro trabajo que alzar la mano y alcanzarle de las robustas encinas, que liberalmente les estaban convidando con su dulce y sazonado fruto. Las claras fuentes y corrientes ríos, en magnífica abundancia, sabrosas y transparentes aguas les ofrecían. En las quiebras de las peñas y en lo hueco de los árboles formaban su república las solícitas y discretas abejas, ofreciendo a cualquiera mano, sin interés alguno, la fértil cosecha de su dulcísimo trabajo. Los valientes alcornoques despedían de sí, sin otro artificio que el de su cortesía, sus anchas y livianas cortezas, con que se comenzaron a cubrir las casas, sobre rústicas estacas sustentadas, no más que para defensa de las inclemencias del cielo. Todo era paz entonces, todo amistad, todo concordia: aún no se había atrevido la pesada reja del corvo arado a abrir ni visitar las entrañas piadosas de nuestra primera madre; que ella sin ser forzada ofrecía, por todas las partes de su fértil y espacioso seno, lo que pudiese hartar, sustentar y deleitar a los hijos que entonces la poseían…

No sé si estará alguna librería abierta, pero no pierda la ocasión de leer ahora que tiene tiempo a Don Quijote. Pero léalo tranquilamente. No tiene desperdicio. Si lo para la policía en la calle, dígale que ha salido, porque no hay cosa más esencial que cultivar la mente y oxigenarla. Vale.

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