Es sabido por todo el mundo que los locos, los borrachos y los niños tenemos más corazón que cabeza y que, cuando hablamos, les ponemos a las cosas más sentimiento que cerebro. Y es que somos así.
Pues bien, hace unos días se ha ido para siempre Ana, aunque para los niños que alborotábamos el barrio de la Plaza en realidad no era Ana Aragón Rendón, sino Anita, la del puesto, una de las personas más alegres que yo he conocido. Cuando me he enterado de que su vitalidad se ha marchado para siempre, unas lágrimas han rodado por mi cara y han aflorado los recuerdos más lejanos de mi infancia.
Anita, diminutivo cariñoso con que la llamábamos en lugar de Ana a secas, vendía tebeos, cuentos, botijos, cal y otras muchas cosas en la esquina de la calle San Diego, caminito de la Plaza. Uña y carne con Isabelita, su cuñada, difícilmente se podía ver a la una sin la otra, y el vacío que ahora tiene Isabelita debe ser extraordinario. También su amistad con mis padres y mi familia era grande.
Ya sé que eran otros tiempos, pero me van a disculpar que escriba sobre las personas más queridas de aquella época, simplemente porque era mi época y mi vida. Dicen que cualquier tiempo pasado fue mejor. Al menos entonces yo todavía no estaba loco. Sin embargo aquel tiempo no tiene comparación con el que vivimos ahora, lleno de agonía por tener cosas en nuestro poder.
Entonces sonaba exclusivamente la radio; la televisión no existía, los niños jugábamos y vivíamos en plena calle sin temor a los pocos coches que circulaban por aquellos chinos resbaladizos y sin esa ambición por los últimos inventos de la tecnología punta. La Plaza florecía. Los carros llegaban cargados de verduras procedentes de Chiclana, y los pavos por Navidad se amontonaban en la entrada del mercado central. Los niños jugábamos al coger, a los trompos, a la piola, a las cuatro esquinas…, según tocara, ajenos a la falta de libertad que imponía la dictadura.
Entrar en el puesto de Anita, enfrente de Emiliano, el barbero, era como un empuje que le dábamos a la imaginación fantástica de la que gozábamos en nuestra infancia. Circulaban los cuentos del Capitán Trueno, el Cachorro, Roberto Alcázar y Pedrín….Mi hermano el Liqui y yo nos poníamos muy contentos cuando Anita nos decía: Acercaros a Correos a recoger un paquete que estoy esperando y lo traéis cerrado; no lo vayáis a abrir hasta que estéis aquí. Y nos daba un papel que llevaba un sello muy raro con un redondel en negro que lo hacía más misterioso. Insistía por última vez en lo mismo hasta que los dos, sabiendo que se trataba de un paquete lleno de cuentos, nos lanzábamos desapareciendo cuestecilla abajo.
Allá íbamos por aquel paquete que venía como llovido del cielo y Varela se ponía las manos en la cabeza temiendo que algún coche nos atropellara. Nada más volver al puesto de Anita, ella lo abría y nosotros esperábamos impacientes que aflojara las cuerdas que los atrapaban. Éramos los primeros niños del barrio que lográbamos tener entre las manos aquellos cuentos fantásticos recién llegados y eso nos parecía un privilegio inmenso y nos llenaba de orgullo. Ella nos observaba detrás del mostrador. Nosotros leíamos los cuentos en el cierro y de vez en cuando la cara de Anita se llenaba de una amplia sonrisa de satisfacción por hacernos felices al menos un ratito.
El tiempo pasó rápidamente y tuvo que tragarse las lágrimas de la muerte de Pepe, su marido, y de su cuñado Eusebio. Pero no es momento de recordar cosas tristes, porque eso no podría compaginarse con la alegría que salía de ella. Lo he sentido mucho y contigo, Anita, la del puesto, se ha ido una parte importante de mi vida. Gracias por todo, un besito y que la tierra te sea ligera, como decían los romanos.