“La humanidad posee una moral que predica y no practica, y otra que practica y no predica”. Bertrand Rusell.
Los seres vivos vienen de fábrica con un código genético que les hace semejante a aquel del que proviene, es la herencia en cadena que determina la naturaleza del organismo y sus particularidades individuales, sea un árbol, una medusa, un piojo ocupado en hacer su vida en el ano de un cerdo silvestre o un ser humano, que a diferencia del resto añade rasgos de personalidad que ni en el árbol ni en el piojo están, al menos aún, probados. La personalidad humana es enormemente rica, bondadosa, solidaria, a veces generosa, esconde también en oscuros recovecos sus pequeños -o grandes- vicios, una manera de relacionarse tolerada y admitida de la que los humanos genéticamente superiores participan felices porque, pensamos, ¿quién quiere ser perfecto o, al menos, serlo todo el rato?; convivimos, por tanto, de manera natural y animosa con ese lado oscuro donde florece la envidia junto a la intransigencia, la soberbia –que tanto ciega-, la intolerancia o esa doble moral tan afincada en este nuestro mundo y que encontramos en cada capa social, alta o baja. E aquí algo que nos señala a todos por igual.
La doble moral se presenta como un vicio que tiene sus cimientos en la ausencia de objetividad, la incoherencia y fragilidad sobre las que se asientan nuestros principios y, más aún, nuestras opiniones, los intereses particulares y grupales; en definitiva, una falta de análisis honesto ante las distintas circunstancias. A ello hay que sumar la envidia que tanto caracteriza a la sociedad, que provoca la crítica fácil y radical hacia el envidiado. Y, finalmente, los estados de opinión creados mediáticamente y a través de las redes empujan a la opinión que en cada momento interese a quienes mejor manejen el entramado de la comunicación. El problema es que, al igual que de la mentira, la sociedad no reniega de la doble moral, del doble rasero, la gente, en su mayoría, ni se para a reflexionar sobre ello, participan activamente, incluso inconscientemente y se considera hasta normal. Como inconsciente es el comportamiento psicológico de la teoría del espejo que hace ver en la otra persona los defectos que precisamente uno tiene, sin darse cuenta que está criticando a lo que a él le define. Lo hemos visto esta semana con Feijóo ante Alsina y la política de pactos, criticando al PSOE lo mismo que ha hecho el PP en comunidades autónomas.
En política es normal que cuando se está en la oposición se critique todo e, incluso, hasta lo objetivamente positivo para la ciudadanía, pero cuando esos mismos políticos gobiernan olvidan lo dicho antes. Es habitual desde el que condena la corrupción excepto la de su partido o exige sacrificios pero vive rodeado de lujos, el ecologista que lucha contra el consumismo pero tira largo de energía para todo o jamás separa para reciclar, el rojo de Galapagar o tantos otros camaradas afincados en residencias y vidas que poco tienen que ver con la igualdad y solidaridad que predican. En política, históricamente se ha creído que la doble moral era patrimonio casi exclusivo de la derecha y de la iglesia y, de hecho, la fusión de ambas en la España de Franco acunó y normalizó este doble rasero, donde la hipocresía jugó –y juega- un papel fundamental. Pero de un tiempo a esta parte, la izquierda, sobre todo la populista, ha nivelado el defecto en asuntos como, pese a pedir olvidar el pasado, pasear cíclicamente a Franco y esconder a ETA, defender la educación pública pero mandar a sus hijos a escuelas privadas olvidando que predicar con el ejemplo es moralmente obligado cuando se ostenta cargo público, o debería serlo, defender que la justicia es igual para todos pero, en ningún caso, platearse eliminar esos aforismos que son, claramente, injustos, incentivar una avalancha legal contra empresas privadas con responsabilidad patrimonial y penal que no se aplican a cargos públicos cuando todos ante la Ley deberíamos ser, en principio, iguales, y es evidente que esto no es así y el quebranto al sistema lo representa la desigualdad jurídica mejor que nada –la amnistía próxima, un notable ejemplo-.
La Constitución es ese libro lleno de derechos fundamentales y principios básicos de nuestro Estado que usamos como arma arrojadiza cuando queremos ir contra algo, pero que olvidamos cuando sus limitaciones no nos interesan. El derecho a la presunción de inocencia es uno de los más atacados por los muchos que disfrutan sentenciando, sin conocer los hechos y sin ser juez. Mandar a gente a una hoguera virtual es ejemplo claro de la doble moral.
Los sindicalistas que -en muchos casos, no en todos- se mueven por sus intereses propios usando el arma de crear conflictos sociales contra los gobernantes que no les dan lo que quieren, usando a los trabajadores que se apuntan a la fácil proclama de trabajar menos y cobrar más y luego estos mismos sindicalistas venden la paz laboral a quien con dinero público les beneficia a ellos y a los suyos; los compañeros de trabajo que despliegan un acoso y derribo contra todo aquel que destaque por su trabajo o que pueda hacerle sombra; la religión católica gobernada por un Vaticano que vive en la abundancia; el devoto practicante que se cree pertenecer a una casta de moral superior porque cree tener la bendición de Dios y esto le permite casi cualquier cosa o el religioso que imparte lecciones de castidad pública y se fustiga de noche embutido en cuero –u cosas peores-; el racismo contra los desfavorecidos de razas del tercer mundo, que defiende y respeta al capitalista de esas mismas razas; los hinchas de un club de fútbol que nunca reconocen los méritos del contrincante; los vecinos, familiares y amigos que critican a quien envidian y en cuanto tienen ocasión les clonan; aquellos que en lo poco que pueden defraudan a Hacienda, por ejemplo contratando servicios sin IVA, pero mandan a los leones al millonario que hace lo propio; el periodista, cómo no, que en tertulias u artículos de opinión censura firme con pluma grácil y pasa a hurtadillas, a la vez, ante la imagen que le rebota el espejo.
No se salva casi nadie, como individuos, esperamos que los demás se comporten de una manera y, al mismo tiempo, queremos para nosotros la excepción porque cuando se trata de nosotros es menos grave, más comprensible, más admisible. Si la doble moral, ese pequeño vicio íntimo tan arraigado, es común en toda la humanidad, España la acoge y trata con especial mimo y sin ella no sabríamos qué seríamos. ¿Se imaginan un país que, como resaltaba el filósofo Rusell, predicara y practicara lo mismo siempre y en todo? Sería otro país. Un país, incluso, altamente peligroso porque decir y hacer sin esconder, sin mentir, siendo totalmente honestos todo el rato nos asemejaría, quizás, a ese piojo ocupado de conducta aburridamente previsible.
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