Días de barrunto

Crónicas de un pueblo

Volviendo a épocas pasadas, seguro que mucha gente recuerda una visita que siempre se producía a la hora del desayuno...

Publicado: 15/04/2023 ·
10:57
· Actualizado: 16/04/2023 · 20:04
  • Imagen de Barbate. -
Autor

José Manuel Infante Gómez

Columnista mitad barbateño mitad madrileño. Redactor en web deportiva trescuatrotres.com

Días de barrunto

En palabras de su autor: "Intento decir lo que pienso pensando siempre lo que digo"

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Mucho antes de que el gallo comenzara su canto, el ruido de una moto ya rompía el silencio de la madrugada. Si coincidía que todavía estabas a medio camino de abrazarte con Morfeo, solo podías desear que la moto no se acercase a tu ventana, porque eso significaba que una potente voz te iba a desvelar completamente. Se trataba del llamaor, que cumplía su trabajo avisando a los tripulantes de su barco para que se encaminasen hacia el puerto, ya que iba a dar comienzo su jornada.

En la actualidad, los que destrozan la calma de la noche son los coches que circulan con una canción, por llamarla de alguna manera, a toda potencia, una nana 2.0 que provoca cualquier efecto, menos el de dormir, único necesario a esas horas.

Volviendo a épocas pasadas, seguro que mucha gente recuerda una visita que siempre se producía a la hora del desayuno. Casi siempre con una manera característica de llamar a la puerta, el lechero acudía a su cita diaria trayendo la leche más fresca, recién ordeñada.

Pero había muchos más personajes habituales que formaban parte de las situaciones que se producían cada día. Uno de esos personajes era el que, quizá, me parezca más entrañable, el ditero. Algunos se desplazaban en moto o bicicleta, pero la mayoría se recorrían el pueblo a pie. Con un bolígrafo y una gruesa libreta con la base de datos de todos sus clientes, el ditero ofrecía el maravilloso trueque de monedas por sonrisas. Al final de cada jornada, el peso de la bolsa que llevaban adosadas al cinturón, determinaba si el día había sido prolífico en cobros. Hoy, el ditero, las libretas y las sonrisas nos las han cambiado por unos usureros legales, que se hacen llamar bancos y que roban con la complicidad del gobierno de turno sin importarles que te puedas quedar sin casa o sin comida.

A lo mejor, una mañana podrías tener la suerte de escuchar una sintonía procedente de una flauta que interpretaba otro trabajador que venía a reparar tijeras y cuchillos. Mira que era bonita la melodía del afilaor, que, con su pie, ponía en marcha el mecanismo al que, años más tarde, ese barbateño ilustre, llamado Manuel Varo puso letra y música para llenar el Teatro Falla con el nombre de su pueblo.

Para completar la ajetreada mañana, a la cabeza de familia solo le faltaba el encuentro con el tendero, un personaje de vital importancia, no lo suficientemente reconocido por la historia.

Ay, que es la hora de cenar y me he quedado sin pan. No importa, voy a casa del tendero y me traigo un par de vienas. Y no hace falta que lleve dinero, me lo apunta y se lo pago mañana.

Anda, que es domingo y no tengo arroz para el puchero. No pasa nada, me acerco a la tienda, que sé que el tendero está dentro, y compro un paquete.

¿Qué hubiera sido de las madres sin la existencia de los tenderos?

Hoy, aparentemente, la vida es más fácil, pero a cambio pienso que hemos pagado un alto tributo, porque nos falta la alegría del llamaor, el lechero, el ditero, el afilaor y el tendero. Porque con todos estos personajes, cualquier tiempo pasado sí que fue mejor.

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