CinemaScope

'El verano que vivimos', o el tiempo que vivimos.

Carlos Sedes logra con su nuevo largometraje un convincente melodrama, aunque condicionado por un guion algo irregular, demasiado pendiente de las concesiones

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Aunque el nombre de Carlos Sedes no lograra una especial relevancia hasta el estreno de la serie Fariña, cuenta a sus espaldas con una curtida trayectoria como realizador en televisión -especialmente vinculada a la de Ramón Campos y su productora Bambú-, y un largometraje previo, El club de los incomprendidos. Lo cito a él en primer lugar al hablar de El verano que vivimos porque lo primero que sobresale del filme es la mano de un autor en lucha permanente contra los clichés del cine romántico en serie, a través de una mirada que remite constantemente a las formas del melodrama clásico y de manera convincente.

Lo hace a través del uso de la luz -hubiera sido un desperdicio no hacerlo en los escenarios naturales de Jerez y la provincia de Cádiz en los que se desarrolla la acción-, del color y de la visión con la que se aproxima a cada uno de los personajes. Sedes no inventa nada, cierto; de hecho, narra un triángulo amoroso mil veces visto en el cine, pero le imprime una personalidad propia, acrecentada por el momento, el lugar y las singularidades en las que se desarrolla la mayor parte de la historia -hay una segunda trama, ambientada en el presente, que en algunos momentos resulta accesoria, pese a su necesario hilo conductor, y que incluso frustra el desarrollo dramático al anticipar un suceso clave-.   

La primera hora de película es, en este sentido, sobresaliente, por la importancia que concede al escenario en el que se desenvuelven los personajes, y como ingrediente fundamental dentro del proceso de seducción que se establece entre la pareja protagonista, en el que el director saca el máximo partido de la mirada de Blanca Suárez y de su capacidad innata para adueñarse de la pantalla -ojo también al papel de María Pedraza-.

Sin embargo, todo lo que funcionaba a la perfección hasta que se consuma el romance prohibido comienza a debilitarse a causa de un guion algo irregular que parece más pendiente de las concesiones al espectador que de la autenticidad de la historia que han decidido llevar adelante la joven bodeguera y el arquitecto que diseña el nuevo proyecto de su prometido.

El filme remonta de nuevo en el momento del desenlace, cuando recupera cierta autenticidad emocional y logra subrayar la esencia que atraviesa la película en favor de los recuerdos y de cómo el paso del tiempo sabe dejar presente la huella de lo imperecedero.

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