A la espera de la segunda temporada de 30 monedas, Alex de la Iglesia parece haber encontrado en el cine en la última década un formato más o menos reconocible en el género de la comedia, ya sea atravesada por lo sobrenatural -Las brujas de Zugarramurdi, por lo terrorífico -Veneciafrenia-, el thriller -El bar- o la comedia ligera -Mi gran noche, Perfectos desconocidos-, con la peculiaridad de que en todas ellas parte de un concepto argumental en común, al involucrar y exponer a un grupo de gente corriente ante situaciones comprometidas.
Ha vuelto a hacerlo en su último trabajo, El cuarto pasajero, en el que encierra en un mismo automóvil a cuatro personas que realizan viaje compartido entre Bilbao y Madrid y a los que somete a contratiempos, entuertos, desafíos y despropósitos para ir despojándolos de sus certezas y de su propia integridad a medida que progresa la inevitable pesadilla en que acaba convertido el trayecto.
El resultado es una comedia entretenida, a ratos muy divertida, y sostenida, principalmente, en los personajes a los que dan vida Alberto San Juan y Ernesto Alterio. El primero, un supuesto ejecutivo que ha logrado cierta confianza con la única pasajera del grupo (Blanca Suárez) después de varios viajes juntos; el segundo, un auténtico caradura que es el que se encarga de provocar y precipitar cada una de las situaciones en perjuicio del resto de acompañantes, ya sea en el interior de una gasolinera, en el spa de una bodega o en mitad de un atasco. El cuarto en discordia es Rubén Cortada, que ejerce de contrapunto con San Juan a la hora de rivalizar por la cercanía de su compañera de viaje.
El problema de De la Iglesia, y de su irrenunciable coguionista, Jorge Guerricaechevarría, es su complicación a la hora de encarar el desenlace del filme, tan desigual como en anteriores trabajos, en su empeño por alcanzar un doble salto mortal -en este caso, literal- que resulta tan forzado como caricaturesco. En su favor cabe decir que, como ocurre en otras muchas circunstancias de la vida, lo importante no es tanto la meta como el camino recorrido, y en este caso prevalece su solvencia narradora tanto en la directa presentación de los personajes, como en la acertada comicidad de las situaciones a las que los precipita y desde una agradecida distancia, sin encariñarse con ninguno.
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