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CinemaScope

Kimi: La chica del pelo azul en la ventana

Steven Soderbergh aprovecha una historia de David Koepp para mostrarnos las heridas de la pandemia en forma de thriller

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Hace poco alguien se quejaba de que ni el cine ni la televisión estaban incorporando la nueva realidad pospandémica a sus historias: se siguen haciendo películas y series como si nada hubiera ocurrido, como si sus personajes formaran parte de una realidad alternativa en la que no existieran ni el covid 19 ni las mascarillas.

Steven Soderbergh, revalorizado por su visionaria película Contagio, ha sido de los primeros en tenerlo en cuenta para, a partir de una historia de suspense de David Koepp, mostrarnos en Kimi las heridas de la pandemia en forma de pequeño thriller y bajo la esencia de una serie B.

También, la típica película tras la que terminas preguntándote qué habría sido capaz de hacer Hitchcock con este material, porque remite a cierta perversidad de su universo fílmico, sin que ello vaya en detrimento de Soderbergh, que consigue levantar una película más efectiva que entretenida, pese al excelente acelerón final.

Kimi cuenta la historia de una empleada de una empresa tecnológica que revisa a diario los fallos en el sistema del asistente de voz que da título a la película -se llama Kimi, pero lo pueden sustituir por Siri o Alexia-. Un día denuncia la existencia de una grabación que puede ayudar a resolver un crimen, aunque no encuentra mucha receptividad en sus superiores a la hora de seguir adelante con la investigación.

En el “universo Hitchcock”, esa grabación sería el mcguffin, porque lo que cuentan en realidad Soderbergh y Koepp no es un relato sobre un asesinato -de hecho, los flashbacks son innecesarios; tal vez lo peor de la película-, sino cómo transcurre la vida de esa chica con el pelo azul encerrada las 24 horas en su casa por miedo a ponerse la mascarilla y pisar la calle. Poco después deslizará que padece agorafobia, e incluso reconoce que se ha visto “agravada” por la pandemia, pero para entonces el director nos ha situado ya en un marco mental y visual reconocible: el de la distancia física, el del único contacto con el mundo exterior a través de la ventana, internet o una vídeo llamada, y el del recelo constante.

Además, lo cuenta en apenas hora y media, y apoyado en la más que convincente interpretación de Zoe Kravitz, subrayada a su vez por los encuadres con los que tanto le gusta jugar a un director de trayectoria tan dispersa como interesante. En este caso lo es.

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