Cartas a Nacho

Costas

Como muchos, yo también me acuerdo en estos días del lumbreras al que se le ocurrió poner una ciudad aquí...

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Como muchos, yo también me acuerdo en estos días del lumbreras al que se le ocurrió poner una ciudad aquí. Es ahora, en pleno verano, cuando nos damos cuenta de que, en lugar de acabar de una vez por todas y recoger las maletas, una civilización tras otra lo único que han  hecho es empeorar la situación.

Cines de verano, abanicos, siestas, paseos mañaneros por el parque. Tertulias nocturnas en las puertas de las casas de vecinos y más tarde en los bloques de los nuevos barrios, algún día de piscina y sobre todo el domingo en la playa.  Si hay algún término que defina a los de nuestra generación, ese es el de “dominguero”. Lo de ahora son vacaciones más o menos reguladas, con suerte en hotel o en apartamento alquilado. Lo de ahora es aburrirte a la semana de estar instalado. En quince días te limitarás a plantar la sombrilla a primeras horas de la mañana y a tomar una tonelada de helados por la noche.

Este plan, al que todos llamamos eufemísticamente “tomarnos unos merecidos días de descanso”, no tenía nada que ver con la jornada de un dominguero.

Se supone que el domingo era el día esperado por toda la familia para aprovechar un día de playa. Si durante la semana el despertador sonaba a las siete de la mañana, en este día de descanso lo hacía a las seis.  Aprovechar el “díita” te decía tu madre. Sin haber amanecido, descubrías que tu casa había experimentado una transformación en la decoración del salón y la cocina. ¿De dónde saldrían tantos cacharros? ¿Qué catering había cocinado aquella cantidad de comida? Pero, sobre todo, ¿desde qué hora estaban levantados tus padres para montar todo aquello?

Diez minutos después, medio dormido y porque eras el hombrecito de la casa, tenías el privilegio de acompañar a tu padre a comprar hielo en la fábrica de Nervión. En Triana también había otra. Decenas de padres con sus primogénitos partiendo la barra de hielo en la acera próxima a la fábrica y encajando los bloques en las neveras portátiles. A las siete de la mañana ya teníamos congelador y, de vuelta a casa, los trastos se habían mudado por arte de magia del salón hasta el portal de tu bloque. Pero no sólo los tuyos, también los de tus vecinos. Ellos aprovecharían también el día de playa.

Miles de familias en ochocientos cincuenta con tapicerías de escai. Kilométricas filas de tostadas con “manteca colorá” del cruce de Las Cabezas. Toneladas de viscosa crema “Nivea” dispuesta a curarlo todo.  Desde ese momento se iniciaba una aventura hacía un lugar lejano llamado “la playa”.

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