CinemaScope

'Mank' o la integridad del organillero.

David Fincher rinde tributo y desafecto a la época dorada de Hollywood a través de la figura de Herman Mankiewicz en esta soberbia película

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David Fincher se ha convertido con el paso de los años, y de sus películas, en uno de los cineastas más fiables y sólidos del Hollywood contemporáneo. Con su última película, Mank, al abrigo de Netflix, asciende varios peldaños para situarse más cerca de los grandes, de todos aquéllos de los que parece haber aprendido su depurada técnica narrativa, y que, en este nuevo trabajo, remite directamente a ellos y a una forma de hacer y entender el cine.

Lo ha hecho rodando en un blanco y negro con aroma antiguo y a partir de un guion inacabado en el que trabajaba su padre Jack antes de morir. Una doble declaración de amor desde la que rinde tributo y desafecto, a partes iguales, a la época dorada de los grandes estudios: de un lado, los grandes creadores; del otro, su sometimiento a las reglas del negocio y su poderosa influencia social. Lo hace a través de la figura del dramaturgo y guionista Herman Mankiewicz, un Quijote entre gigantes -la alusión no es gratuita-, cuyo talento y encanto intelectual iba parejo a su afán autodestructivo, salvo en una cuestión, la de su integridad moral.

De fondo, el proceso creativo del guion de Ciudadano Kane, por el que recibiría el Óscar de la Academia, salpicado de diferentes y sugerentes flashbacks en los que Fincher va describiendo su participación en el engranaje de la efervescente industria del cine de la década de los años 30, su relación con otros ilustres guionistas y, en especial, con los grandes magnates, así como va tejiendo las constantes vitales del protagonista a partir de su faceta más íntima -la relación con su mujer, con su transcriptora, con su enfermera o con Marion Davies, revelan asimismo el carácter consecuente con el que afrontaba tanto el trabajo como su vida diaria, en una constante pugna en favor de la integridad personal, de sus principios, pese a admitir que, más que Quijote, no deja de ser el organillero al servicio de la farándula.

Apoyado en un intenso y convincente Gary Oldman, la película no es el relato que tal vez muchos esperen del rodaje de la mítica obra de Orson Welles -al que se le dedican varios recados punzantes-, ni está jalonada de anécdotas, pero sí ofrece algo diferente, antiguo y nuevo a la vez: un auténtico viaje al pasado, al de una época, al de unos personajes concretos y al de una concepción del cine como vehículo de emociones, ilusiones y verdades.

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