Opiniones de un payaso

Derecho a una muerte digna

Publicado: 08/04/2019 ·
18:38
· Actualizado: 08/04/2019 · 18:38
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Autor

José Antonio Ortega

(Con permiso de Heinrich Böll) es un espacio dedicado a la difusión de reflexiones al voleo o, si lo prefieren, al buen tuntún

Opiniones de un payaso

José Antonio Ortega es un periodista, escritor y sociólogo radicado en el Campo de Gibraltar

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La semana que ayer domingo dejamos atrás resultó imposible no emocionarse y conmoverse con la tragedia real protagonizada por Ángel Hernández y María José Carrasco. Ya saben, la historia de esa mujer afectada de esclerosis múltiple, desde hace más de treinta años, que el pasado miércoles pudo acabar con su vida (si es que vida puede llamarse al pésimo estado de salud en el que ya se encontraba), gracias a la ayuda de su marido.

Ángel Hernández cumplió con la voluntad consciente de su esposa suministrándole la sustancia letal (pentobarbital sódico) con la que puso fin a sus días y, así, a su terrible sufrimiento. Además, grabó en vídeo la escena y la difundió, para dar testimonio y sensibilizar a la opinión pública sobre la necesidad de regular en nuestro ordenamiento jurídico el ejercicio del llamado “derecho a una muerte digna”.

Por su interés humano, la noticia ha copado las portadas de todos los medios informativos y ha devuelto al primer plano de la actualidad el tema de la eutanasia. Un debate que, normalmente, se suele abordar desde una perspectiva errónea o equivocada, en opinión de quien esto escribe.

¿Y por qué digo esto? Por la sencilla razón de que la cuestión en este delicado asunto no radica en si se está o no de acuerdo con el hecho de facilitar, por acción u omisión, el suicidio de personas sometidas al padecimiento de enfermedades terminales e incurables que, para más inri, también son causa de una inmovilidad casi absoluta y un dolor insoportable. La cuestión radica en si se debe o no penalizar a quien por compasión –y subrayo la palabra compasión– preste su asistencia para que un individuo, que en pleno uso de sus facultades mentales ha otorgado su previo consentimiento, pueda adelantar su despedida de este mundo, en aquellas situaciones extremas en las que la existencia para él no sea ya más que un continuo e inhumano suplicio.

Por cómo lo venden, o intentan vender algunos –en esto pasa lo que con el aborto–, se diría que los defensores del citado derecho lo que pretenden es que se dé muerte, sí o sí, a todos los enfermos irreversibles y sin cura. Nada más lejos de la realidad, obviamente. ¡Solo faltaría!

No se trata –insisto– de ser partidario o no de la eutanasia. Se trata de ser partidario o no de que desde la Administración se ampare a quien opte por esa vía, y no perseguirlo, en casos claramente definidos y concretos en los que se cumplan unos requisitos mínimos y se cuente con el correspondiente aval médico o científico. (Si la “divinidad” entiende que el ejercicio de dicha opción es pecado, ya se ocupará de aplicar, cuando toque, el castigo escatológico oportuno).

Quien –en un supuesto tal– quiera pasar por un quinario hasta el momento de su último estertor, como un “cristo”, y hacérselo pasar a quienes le rodean, siguiendo las recomendaciones del Excmo. Monseñor Obispo de Alcalá, perfecto, bienvenido sea. Pero quien no desee emular tan ejemplar comportamiento no debería –creo yo– verse obligado a ello.

Un estado laico, o aconfesional, moderno, a la altura de los tiempos en los que hoy vivimos, no debe ni puede permitir que las convicciones religiosas y morales –pertenecientes a la esfera de lo privado– de una parte de la población se impongan a la totalidad de la ciudadanía.

¿Significa esto que el estado ha de ser poco menos que amoral? En absoluto. Lo que significa es que ha de garantizar que cada cual pueda seguir y practicar su propio credo, siempre y cuando dicho credo no atente contra la libertad, la integridad y la seguridad de los demás, no infrinja la legalidad, ni vulnere los más básicos y universales principios y valores democráticos.

https://www.jaortega.es

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