A propósito de la desmemoria histórica, impulsada por una mezcla de negacionistas y de gente que mira hacia otro lado, viene bien siempre recordar episodios de una historia reciente, de ese pasado oscuro y totalitario al que algunos quieren que regresemos.
Les voy a hablar de Juana “la Moricha”, empezando por su resurrección. Sí, porque la noticia de la resurrección de “La Moricha” volaba de choza en choza por las marismas del Guadalquivir. Durante años se ha contado por las noches igual que las leyendas de aparecidos. Tienen tanto éxito esos cuentos que por alma en pena la tomó el primer pastor que la vio llegar en camisa y con un tiro en la cara. La gente sola, que no espera visita, ve fantasmas en quienes se le acercan, envueltos en las sombras de la noche. Lo normal es avisar que se llega, para que la voz llegue antes que el susto. Pero Juana no pudo anunciar que estaba viva, ya que venía del montón de cadáveres depositados en una fosa del cementerio y aún no sabía a qué mundo pertenecía. Ella era un muerto levantado, un Lázaro que anda. Durante días vagó en un limbo de abrasador agosto, comiendo donde alcanzaba y recibiendo curas de hijos de Samaria. Gente sin pan que la contemplaba sin creer lo que veía. El miedo es un animal que habita en todas partes y que mata más que los plomos de escopeta. Se conoce a muchos que sobrevivieron a los disparos para dejarse matar por el horror. Nadie gana discutiéndole a la parca y lo que Juana encontraba en cada rostro era el asombro.
Bailó con la muerte orquestada por un grupo de falangistas borrachos que corrigieron los errores de las balas gracias a la ruindad de los chivatos. Sólo esa mezquina casta de testigos voluntarios del mal ajeno acudió al espectáculo desarrollado en la mañana. Rapada y purgada, Juana, con sesenta y dos años, en Trebujena, fue obligada a dar vueltas por la plaza exhibiendo su profanada humanidad.
Todo por la honra y un conejo. Un cabo de la guardia civil la odiaba por un desacuerdo. Consideró que dos pesetas no se podían pagar por un conejo si no era el de su mujer. La anciana, con dos nietas huérfanas, reconoció en su cara que el de su mujer no podía apreciarse tanto.
*Basado en la historia de Juana Aguilar Pazos “La Moricha” (1874-1960)